Un palenque anuncia el inicio del conflicto. El cielo se estremece con el estruendo, y las calles de San Antonio de las Vueltas se visten de conga.
La elegancia de las carrozas distingue a las parrandas voltenses. (Foto: Leslie Díaz Monserrat)
Llegó el 2 de febrero, una fecha esperada por los pobladores del terruño. Momento en que los hijos ausentes también regresan a esa tierra que los vio nacer.
En Vueltas se nace Jutío o í‘añaco. Se siente en rojo o azul. Los mejores amigos comienzan la revancha si pertenecen a barrios diferentes. Hasta matrimonios de toda la vida se declaran en guerra mientras dura la parranda, y cada quien defiende con pasión su insignia.
Frente a frente las carrozas. Cada una brilla. Se muestran coquetas, como damas que disputan un amor. Entre las flores se pueden ver las manos que hacen, las manos que pulen cada detalle para la fiesta más esperada.
La carroza ñañaca revivió el juicio de Osiris, acontecimiento importante para la mitología egipcia. (Foto: Leslie Díaz Monserrat)
La calle de la Jutía se llena de tableros y una nube espesa cubre el parque Infantil. El pueblo huele a pólvora y los primerizos corren de un lado a otro, como hormigas azoradas, por miedo a la lluvia de fuegos que escupe el cielo.
El pueblo de Vueltas también homenajeó a Roberto Hernández (Coco), un proyectista que por muchos años regaló su arte en el barrio í‘añaco y que recientemente falleció. (Foto: Leslie Díaz Monserrat)Los niños recogen cada volador maltrecho, de esos que nunca llegaron a explotar, y montan una pirotecnia paralela que puede durar por meses, a pesar de los regaños de las abuelas del pueblo que pasan el resto de los días en completo sobresalto a ritmos del boom, boom de las bombitas.
En la noche todo se paraliza. Entra coqueta la primera carroza. Osiris se levanta imponente. Los tonos egipcios contrastan con la noche oscura. Un homenaje para Roberto Hernández (Coco), ese hombre que no pudo estar, que se fue para siempre, pero que tanto arte le regalaría al barrio í‘añaco.
Los seguidores se agolpan en las calles para ver el paseo. Unos lloran, otros defienden lo suyo con ciega pasión. En ese momento el gallo pica y repica. Se siente el rey de la noche.
Después de los fuegos artificiales arranca la conga Jutía. El azul se cambia por el rojo. Los tambores ensordecen. Las trompetas imponen un ritmo pegajoso. La gente arrolla detrás del changí¼í.
Luego llega deslizándose suave la barca Dragón y por el audio anuncian a Hanami, la obra que presenta el gavilán. En el fondo se puede ver el Castillo Himeji, uno de los más antiguos del Japón y tal pareciera que un trozo de la cultura nipona renaciera en las calles voltenses.
Con Hanami el barrio Jutío recreó una importante tradición japonesa asociada con el florecimiento de los cerezos. (Foto: Leslie Díaz Monserrat)
Al final el fuego. Una fiesta de luces que opaca las estrellas. El pueblo amanece ojeroso. Las calles despiertan desiertas. Por una esquina asoma el barrendero. Recorre con su escoba los alrededores del parque. El pueblo duerme. Carga las pilas.
Dentro de un rato despertarán sus hijos y como hermanos de padres diferentes disputarán el primer lugar. Cada uno se creerá con la razón. Luego de querellas y discordias, cada barrio sabrá, muy en el fondo que ganó.