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26 Enero 2015

  «La Revolución Cubana hizo cristalizar los ideales de los mejores hombres de mi generación, dándome en mis años maduros, una plena conciencia de mi razón de ser ».

(Alejo Carpentier, en carta a Fidel, 1978)

Alrededor de las 11 de la mañana del 1 º de enero de 1959, las estaciones de radio venezolanas sin muchos pormenores reiteran una y otra vez la noticia, y se adelantan a los acontecimientos. «Fulgencio Batista ha huido de Cuba y Fidel y los chivúos (barbudos) de la Sierra Maestra entrarán hoy mismo a La Habana ».

En camiones, autos y en los pocos autobuses que habí­an salido a las calles ese dí­a, los cubanos residentes en Caracas se dirigen al aeropuerto de Maiquetí­a. Bajan por centenares hacia el mar y todaví­a desconocen si existen vuelos hacia la Isla.

Venezolanos saludan a Fidel.Solo unos dí­as después del triunfo, del 23 al 27 de enero de 1959, Fidel Castro estuvo junto al pueblo de Venezuela. (Foto: Tomada de Internet)

Cuenta Alejo Carpentier residente en la capital venezolana desde 1945 que muchos de los que «cargaban con sus hatos, con sus maletas maltrechas, llevando una mujer dos niños en brazos, no tení­an siquiera el dinero suficiente para pagar el pasaje. Y aún así­, incluso a pie, iban llegando a la terminal aérea donde les esperaba la noticia de que todos los vuelos estaban suspendidos por tiempo indefinido ».

Pero los chivúos no entrarí­an a La Habana aquella tarde, como lo habí­an anunciado los locutores. En la prisa que signa la noticia y la competencia por ser los primeros, las informaciones resultaban imprecisas. Se decí­a, sin embargo, que un piloto venezolano volarí­a por su cuenta y riesgo, y sin autorización oficial para el despegue.

«En medio de la confusión de las conjeturas continúa relatando Carpentier en un ir y venir del bar del primer piso a las butacas de la planta baja, [...] el aeropuerto se fue poblando de durmientes ovillados en el piso, al pie de las paredes ».

Mientras, enormes aviones internacionales despegaban uno tras otro con destinos diversos: Rí­o de Janeiro, Parí­s, New York, «con su siempre renovado vaivén de aeromozas », vestidas de rojo las francesas; medio a lo cowgirls si eran de Texas; «tan elegantes como desabridas » si eran de la British Air Lines. «Detrás de las pistas, en la claridad enorme del primer sol de enero, el Peñón de Cabo Blanco cobraba una fulgencia de cristal de roca. Hoscas, obscuras, harto cubiertas de hojarascas peligrosas se hací­an las montañas ».

Pero arriba, en la ciudad, «tremendamente despierta », reinaba el clamor de miles de manifestantes saliendo a las avenidas y bulevares. De acuerdo con la descripción que hace Carpentier en La consagración de la primavera, en mayor número del que él hubiese creí­do posible. Con brazaletes rojinegros del Movimiento 26 de Julio, «la gente solidaria en la alegrí­a, celebraba con grandes aplausos ».

Refiere el autor que todo el dí­a se lo pasó de un lado a otro de la populosa ciudad «viendo pasar automóviles cubiertos de banderolas, oyendo sonar por primera vez al aire libre el Himno del 26 de Julio, hasta hoy clandestino y secreto en Cuba, y que aquí­ habí­an aprendido muchos, en música y letra, por boca de refugiados [...]. »

En dí­as sucesivos, la prensa escrita, la televisión y los noticieros cinematográficos ofrecen con detalles el avance de la caravana rebelde hacia la capital cubana. Las imágenes son impactantes, y Alejo Carpentier las califica de «espejismo, cosa de conseja y romance ».

El impresionante orador rompe «el silencio »

El 23 de enero Fidel viaja a Caracas por primera vez para agradecer la solidaridad de la República de Bolí­var contra la satrapí­a de Batista. Cuenta Carpentier que llegó escoltado por la multitud que fue a esperarlo al aeropuerto de Maiquetí­a, lo obligó a detenerse varias veces y a hablarle en el camino hacia la capital venezolana.

Recibimiento a Fidel Castro en el aeropuerto de Maiquetí­a, Venezuela, en 1959.El pueblo venezolano recibió a Fidel Castro en el aeropuerto de Maiquetí­a. (Foto: Tomada de Internet)

«Ha llegado acompañado de algunos de esos hombres nuevos, algo taciturnos, de andar un tanto campesino. [...] y que al parecer, ante la muchedumbre fueron alzados en hombros y llevados en triunfo ».

Desde un balcón que domina la enorme extensión repleta de gentes, Fidel habla a la multitud. Carpentier, reclinado sobre una columna de la plaza El Silencio, escucha su voz «neta, clara, algo metálica a veces, que me llega a través de los zumbidos intermitentes de una brisa, venida de la montaña, que por momentos se le cuela en los micrófonos ».

Las premisas del pensamiento de Fidel ya le son conocidas, y habrá de exponerlas «con el tacto del huésped que en modo alguno pretende dar lecciones fuera de su casa ni erguirse en ejemplo, cuando sabemos todos que es acaso el único en América de hoy que, por su acción victoriosa, podrí­a precisamente presentarse como ejemplo y dar muchas lecciones fuera de su casa ».

Mas, le sorprende el estilo para él insólito de la oratoria del lí­der, «desprovista de toda retórica, donde el habla llana y directa, muy cubana siempre, no se exime, sin embargo, de una corrección gramatical ignorante de las viciosas apócopes y perezas de articulación que harto a menudo afean el habla nuestra sin añadirle gracia ».

«A veces se va del tema señala, pasa de lo esencial a lo accesorio, se nos escapa, se sale del propio razonamiento, y cuando creemos que se ha extraviado, dejándose arrastrar por una sucesión de ideas secundarias harto presurosas en salir, con inesperada elipsis regresa a su tema primero, cerrando lo que fue en realidad un paréntesis necesario para llevar adelante el razonamiento central. [...] Lejos estamos aquí­ de los rugientes tenores de la tribuna, con muchos trémulos y poco mensaje, que tanto habí­an proliferado en este continente ».

Carpentier se siente impresionado por el orador. Tanto, que la idea de regresar lo más pronto a Cuba comienza a rondarle mientras camina hacia La Pilarica, donde espera que se despejen un poco las ví­as hacia el este de la ciudad. Y es ahí­, en la grata taberna española, saboreando lentamente un licor blanco aragonés, especialidad de la casa, donde se sintió «terriblemente solo, solo ante lo visto y oí­do, solo ante una realidad histórica que directamente me concerní­a ».

Agobiado por una evidencia debida a su imaginación, Carpentier se recriminaba por no haber «actuado, combatido, sufrido, caí­do, vencido junto a los chivúos de la Sierra Maestra ». El licor le extirpaba el pensamiento y los reproches le hincaban como dagas.

«Nadie podrí­a negar que en algo habí­a ayudado, consiguiendo lugares donde pudiesen celebrarse reuniones clandestinas, llevando y trayendo documentos, prestando ayuda económica, ocultando a un herido. Pero, en un momento dado me habí­a apendejado, esa era la verdad. Habí­a huido del paí­s por temor a persecuciones imaginarias. Y acaso no tan imaginarias », pensaba ahora dando marcha atrás en el tiempo.

Por más que trataba de justificarse ante su conciencia, «debí­a admitir que un verdadero revolucionario habrí­a procedido de distinta manera », y él «no pasaba de ser un burgués metido a conspirador asunto de carbonario o «laborante » extraviado en este siglo ».
En adelante comenzaron a atacarle «lacerantes deseos » de volver a Cuba.

Fidel Castro visitó Venezuela en enero de 1959.El lí­der de la Revolución Cubana en otro momento de su visita a Venezuela. (Foto: Tomanda de Internet)

¿Qué le retení­a? El contrato con una empresa venezolana «que habí­a depositado en mí­ la mayor confianza », y también su amada amiga Irene, quien trataba a toda costa de aplazar su partida «con llamados a la cautela que afincaba en ejemplos tomados a la historia del Continente », de caudillos y presidentes que una vez en el poder «dejaban de ser hombres cualquieras para transformarse en vestidos/investidos »:

Mira, valenzón, toda la gente nueva que llega al poder en estos fregados paí­ses, empieza siempre con magní­ficas intenciones: que si la honradez, que si la autoridad, que si el saneamiento de la hacienda pública, que si la decencia, la disciplina... El poder tiene sus servidumbres y el protocolo vence la resistencia. Sube las cuentas de sus trajes, chaqué, smoking, frac, mancuernas de oro; el automóvil para la esposa, el automóvil para llevar los niños al colegio, la quinta para la mamacita y las cuentas en bancos suizos... ¡La Gran Vaina, te digo, La Gran Vaina!

Pero el curso de los acontecimientos en la Isla le decí­a a Carpentier todo lo contrario: reforma agraria, nacionalización de empresas norteamericanas... Y otra vez Irene:

¡Puro optimismo, valenzón!... El mucho optimismo es peligroso. Me parece que se están ustedes pasando de maracas... No están ya jugando con el fuego, están jugando con el íguila, y eso no lo aguantarán los musiús del Norte. Ya veo a los marines bailando en Tropicana, emborrachándose en El Floridita y trayendo otra vez sus ruletas, su póquer y sus dados...

Concluidos los trabajos de urbanización escalonada sobre áridos cerros, nada lo retendrí­a. Ni el amor. «Yo estaba más que regustado ya de los frescos racimos, capulí­es y pomarrosas de la isla Ogigia con música de Brahms en que Irene habí­a tenido el arte de ofrecerme una grata vida afectiva, sin tormentos ni sturm und drang... »

Ese mismo año, después de despedirse de los amigos venezolanos, Alejo Carpentier dijo adiós «a la inteligencia y al cuerpo » de su amiga. A la mañana siguiente, voló a La Habana en un Constellation de la Aeropostal. «Yo estaba resuelto a mudar de piel y comenzar una existencia nueva ».

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