Abel cantó «al combate »

Abel Santamarí­a Cuadrado fue el segundo jefe de las acciones del 26 de julio de 1953: una historia y una vida entregada a la Revolución.

Compartir

Abel Santamaría con amigos en un paseo por el campo.
Abel (a la derecha), en una excursión de campo con sus amigos. (Fotocopia: Ramón Barreras. Cortesía Museo Casa Natal Abel Santamaría)
Narciso Fernández Ramí­rez
Narciso Fernández Ramí­rez
@narfernandez
3564
26 Julio 2017

Abel Santamarí­a Cuadrado nació un dí­a de gloria para la Historia de Cuba, y murió con 25 años en otra fecha de igual significación. El tercer hijo del matrimonio de Benigno Santamarí­a Pérez y Joaquina Cuadrado Alonso vino al mundo el 20 de octubre de 1927, cuando se conmemoraba la primera vez que se cantó (en 1868)   el himno de Bayamo.

Según consta en un documento original existente en el Museo Casa Natal Abel Santamarí­a, nació exactamente a las siete de la noche del referido dí­a, y por segundo nombre algo que nunca se menciona tuvo el de su padre.

El documento probatorio así­ lo confirma: «[…] comparece Benigno Santamarí­a y Pérez, natural de España, mayor de edad, […] con el objeto a que se inscriba en el Registro Civil un varón de la raza blanca, y al efecto como padre del mismo declara. Que dicho varón nació en su domicilio, a las siete de la noche del dí­a veinte de octubre del corriente año. Que es hijo del compareciente y de Joaquina Cuadrado y Alonso, natural de España, mayor de edad. […] Y que a dicho varón se le puso Abel Benigno ».

Inscripción de nacimiento de Abel Benigno Santamarí­a Cuadrado.
Fotocopia de la inscripción de nacimiento de Abel Benigno Santamarí­a Cuadrado, existente en el Museo Casa Natal Abel Santamarí­a, de Encrucijada.

De su infancia en el central Constancia, donde su padre ejercí­a el oficio de maestro carpintero, muchas son las historias que se cuentan. Anécdotas que hablan sobre su preclara inteligencia y su amor temprano a José Martí­, devoción que le hizo ganar el Beso de la Patria por una composición en homenaje al Apóstol, tal como contaba su maestro de primaria, Eusebio Lima Recio, quien veí­a en aquel rubiecito, de ojos verdeazulados, a «un niño bondadoso, inteligente y con madera de lí­der ».

O esta otra que, en visita reciente al hoy central Abel Santamarí­a, nos relatara su amigo de la infancia, Antonio Garcí­a Lorenzo conocido allí­ en el batey como Aldo, referente al sentido de rebeldí­a de Abel contra cualquier abuso y acto de injusticia.

«A Abel, como a todos, le gustaba jugar pelota. Él pitcheaba algunas veces, y como siempre, entre nosotros habí­a uno más malcriado que los demás, un guapetón. De esos que el out tení­a que ser out porque sí­.

«Ya me tiene más fastidiado este, me dijo un dí­a Abel; ya verás cuando vuelva a decir out, y efectivamente se fueron a los puños. El otro estaba más fuerte y le dio a Abel un piñazo duro en la cara. “Perdiste”, le dije, y me respondió: “No, ya verás cómo nunca más se mete con nosotros”. Y así­ mismo fue ».

De joven, trabajó como dependiente en la tienda del ingenio y ayudó a cuanto campesino pobre pudo: «Bastante me resolvió Abel. Cuando no estaba el jefe, yo iba a la tienda y él me daba un anticipo, aunque ya no me perteneciera por el crédito », contaba el carretero Martí­n Vergara Sarrí­a.

También allí­ fue testigo de las luchas proletarias de Jesús Menéndez a favor de los trabajadores azucareros. Aldo Santamarí­a recuerda cómo el lí­der proletario fue expulsado una vez del central Constancia, y su hermano se solidarizó con él.

Sus primeras lecturas marxistas fueron en la consulta del médico comunista Nicolás Monzón, el bien llamado Médico de los Pobres. Incluso, el libro de Lenin que le encuentran en la Granjita Siboney, después de los sucesos del Moncada, le habí­a pertenecido al doctor Monzón.

Apremiado por sus ansias de estudio y en busca de mejores condiciones de vida, Marchó a La Habana en 1946. Tení­a 19 años. Se instaló en una habitación en la azotea de una casa, en la calle Virtudes 214. Luego se mudarí­a hacia el conocido apartamento de 25 y O en el Vedado, y hasta allí­ le seguirí­a su incondicional hermana, Haydée Santamarí­a (Yeyé).

Rosa Fernández Méndez, compañera entonces de estudios, describe al joven encrucijadense de la siguiente manera: «Usaba espejuelos redondos con armadura de carey y la nariz era más bien grande, la boca de labios muy rosados, bien dibujada, […] siempre mostrando sus dientes grandes. Era alto, robusto, de tez blanca y rosada. […] Sus manos eran bonitas, de dedos largos; de cuello y hombros anchos […] ».

Abel y Fidel

El 14 de marzo de 1952 el joven abogado Fidel Castro Ruz denunciaba el golpe de Estado de Fulgencio Batista, ocurrido en la madrugada del dí­a 10, y lo califica de zarpazo a la democracia. Profetiza a los nuevos Mella, Trejo y Villena que surgirí­an en Cuba, precisamente bajo su liderazgo.

Abel Santamarí­a junto a Fidel Castro Ruz.
«Abel era el más valiente, el más recto, era honesto; no puede pensarse nada deshonroso de su persona », Fidel Castro en el juicio del Moncada, el 21 de septiembre de 1953. (Fotocopia: Ramón Barreras. Cortesí­a Museo Casa Natal Abel Santamarí­a)

Abel Santamarí­a también muestra su indignación ante el cuartelazo: «Si Chibás hubiera estado vivo, Batista no hubiera hecho eso ». Seis dí­as después, el 16 de marzo, le escribe una carta a José Pardo Llada, entonces dirigente del Partido Ortodoxo y figura radial muy conocida en Cuba, en la que enjuicia la realidad del paí­s y exhorta a la lucha revolucionaria.

En su fragmento más importante afirmarí­a: «Basta ya de pronunciamientos estériles, sin objetivo determinado. Una revolución no se hace en un dí­a, pero se comienza en un segundo. Hora es ya: todo está de nuestra parte, ¿por qué vamos a desperdiciarlo? »

Finalmente, en el último párrafo de la misiva a Pardo Llada incluye una frase que harí­a realidad el 26 de julio de 1953: «Yo también quiero cantar “al combate” ».

El 1.o de mayo de 1952, conoció a Fidel en el cementerio de Colón, ante la tumba del obrero Carlos Rodrí­guez, quien habí­a sido asesinado durante el gobierno de Carlos Prí­o.

Enseguida el magnetismo de Fidel marcó a Abel, y viceversa. La naciente Revolución habí­a encontrado el cauce correcto por donde fluirí­a victoriosa: «Yeyé, he conocido al hombre que cambiará los destinos de Cuba! ¡Se llama Fidel y es Martí­ en persona! »

A partir de entonces, bajo el liderazgo de ambos jóvenes, cobrarí­a vida la Generación del Centenario. Y en el Desfile de las Antorchas del 27 de enero de 1953, que impactó por su marcialidad y disciplina, mucho tuvo que ver la capacidad organizativa del encrucijadense.

Del encuentro con Fidel, fue Yeyé quien dejó, quizás, el mejor de los testimonios: «[…] hasta ese momento Abel era la persona que yo habí­a conocido con más condiciones para dirigir una acción; y aquella gran fe de Abel en Fidel, aquella gran pasión […] no cabe la menor duda de que influyó mucho también […] No hay dí­as en que no pensemos en el amigo que perdió Fidel al perder a Abel. Abel no solamente fue compañero y segundo de Fidel. Abel fue el más leal de los amigos. Tal vez Abel fue la primera persona en esta tierra que vio los valores extraordinarios de Fidel ».

El que debe vivir es Fidel

Un mes antes de los sucesos del domingo 26 de julio de 1953, Abel partió a Santiago de Cuba para acondicionar la Granjita Siboney, un lugar alejado de la ciudad que sirvió de punto de concentración de los futuros asaltantes, y desde donde partieron la madrugada gloriosa de la Santa Ana.

Abel Santamarí­a junto a Fidel Castro y un grupo de revolucionarios.
En esta foto de la revista Bohemia, Fidel (al centro) comparte en Los Palos, antigua provincia de La Habana, con un grupo de revolucionarios, entre ellos Abel Santamarí­a (a su derecha) durante los preparativos del asalto al cuartel Moncada. En la instantánea también están í‘ico López, José Luis Tassende y Ernesto Tizol, entre otros. (Foto: Tomada de la edición digital del periódico Juventud Rebelde)

Con su acostumbrada eficiencia, cumplió la encomienda dada por Fidel y la mantuvo en total secreto, al extremo que ni su hermana supo hacia dónde habí­a ido. Esa tarde del 25 de julio, sacó tiempo, incluso, para llevar a un matrimonio de ancianos españoles a conocer el Morro de Santiago de Cuba: «Precisamente el dí­a 25 cuando conversábamos él, mi esposa Josefa y yo, se enteró él de que ella no conocí­a el Morro ni otros lugares de Santiago. Inmediatamente buscó la máquina, nos llevó allí­, a San Pedro del Morro y a otros lugares », recordarí­a años más tarde el hombre.

En el momento de la partida al combate, reclama para sí­ el lugar de mayor peligro, convencido de que era Fidel quien tení­a que vivir; pero le fue negado por el jefe del Movimiento, pues si él caí­a, era Abel quien debí­a seguir adelante con la Revolución.

Ambos lí­deres arengan a los combatientes reunidos en la Granjita Siboney. Fidel lo hace de manera electrizante. Termina afirmando: « ¡Jóvenes del centenario del Apóstol, como en el 68 y en el 95 aquí­ en Oriente damos el primer grito de “Libertad o Muerte”! »

Abel, como si avizorara el futuro, les dijo: «Es necesario que todos vayamos con fe en el triunfo, pero si el destino nos es adverso, estamos obligados a ser valientes en la derrota porque lo que pase en el Moncada se sabrá algún dí­a […] nuestro ejemplo merece el sacrificio y mitiga el dolor que podemos causarles a nuestros padres y demás seres queridos. ¡Morir por la Patria es vivir! Libertad o Muerte ».

Paso a la inmortalidad

Cuando en 1968, tras largas charlas en casa de Haydée, Silvio Rodrí­guez compuso la canción dedicada a Abel, Canción del elegido, retrató de manera bien poética las últimas horas del «más querido, generoso e intrépido de nuestros jóvenes, cuya gloriosa resistencia lo inmortaliza ante la Historia de Cuba ».

Fracasado el factor sorpresa e imposibilitado de tomar la fortaleza militar, Fidel ordena la retirada y enví­a a Fernando Chenard para avisarle a Abel, quien desde el hospital Civil Saturnino Lora respalda la acción principal. El emisario nunca llegó, pues antes fue capturado y luego asesinado por la soldadesca del tirano.

Abel, al no escuchar los disparos provenientes del Moncada, intuye el desenlace, pero decide seguir combatiendo, pues, como le dijera a Yeyé: «Mientras más tiempo estemos combatiendo aquí­, más podremos salvar a otros y porque siempre un combatiente tiene que morir sin una bala en el rifle, si una bala no lo ha tumbado antes ».

Relataba con dolor su hermana Haydée: «Y en aquellos momentos tan difí­ciles, en que la vida puede muchas veces vencer a la muerte, para Abel su vida era que Fidel viviera, […] Abel lo único que pensaba, lo único que deseaba era que Fidel viviera. Abel nunca se planteó vivir él. Y Abel era la vida misma ».

El segundo jefe del Movimiento fue hecho prisionero y conducido a las mazmorras del Moncada. Con dignidad y estoicismo soportó todo tipo de vejámenes y torturas. Le dieron golpes, le traspasaron un muslo de un bayonetazo, le sacaron los ojos; pero no habló. Supo ser hombre y héroe. Y si Abel no dijo ni una palabra, tampoco lo hizo Haydée cuando le mostraron el ojo ensangrentado de su idolatrado hermano.

Ambos sabí­an que morir por la Patria era vivir. Y así­ marchó El Elegido hacia la inmortalidad, «matando canallas con su cañón de futuro ».

Comentar