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03 Junio 2015

Al salir el entierro, cuando el público desbordado frente a la funeraria desafiaba a la Policí­a, Joaquina Cuadrado tomó del brazo a Margot y, ante los fusiles de los esbirros que apuntaban a la multitud, le dijo: «Yo no pude enterrar a mi hijo, pero quiero ayudarte a enterrar el tuyo, ¡vamos! ».

Aquella decisión de la madre de Abel Santamarí­a para con Margot Mercedes Machado Padrón, expresada el 27 de mayo de 1957, no cobró en mí­ verdadera dimensión hasta que en 1999 la escuché, prácticamente deletreada, en boca de quien acababa de cumplir el dí­a anterior nueve décadas de existencia, tiempo que fue superando hasta que su corazón dejó de funcionar, el sábado 30 de mayo de 2015.

Aún la recuerdo en la penumbra de la habitación del hotel donde se hospedaba, porque no quiso «prender la luz blanca » ni descorrer las cortinas para que «no fueran a escapársele los recuerdos de la tarde ». Recién habí­a regresado de «visitar a sus muertos » en el cementerio local, y Margot sé que tení­a ganas de llorar...

«Pero no voy a llorar. De lo único que puedo presumir en mi vida es de amar. Algunas personas se cuestionan como yo, que tuve que soportar la trágica muerte de Julio, la prisión de Quintí­n, la mí­a propia, la de mi hija Verena, puedo presumir de eso, de amar, de ser feliz. Y es que una convicción tan firme como la que tenemos los cubanos de luchar por la dignidad, supera todo sentimiento y nos ayuda a soportar la tristeza, la pena por la muerte de un hijo, de jóvenes como Abel, Frank, Marcelo Salado... »

La imaginé entonces fiel al mandato de Joaquina, ocultando el dolor í­ntimo en el entierro de Julio, el menor de sus muchachos, y de Chiqui, el amigo y compañero de la lucha clandestina, muertos una «tarde fatal », cuando en el automóvil que utilizaban para realizar acciones revolucionarias explotó a destiempo el artefacto que llevaban. Las historias fueron variadas y confusas. Según me habí­a dicho, Julio era conciliador y atemperado. ¿Cómo fue posible que perteneciera a una brigada juvenil de acción y sabotaje del 26? ¿Cómo imaginarlo en una acción tan riesgosa como esa en la que perdió la vida? ¿Qué lo harí­a cambiar?

«No cambió, evolucionó de acuerdo con las circunstancias », me respondió.

¿Por quién sentí­a más afinidad, por Quintí­n, el mayor de sus hijos, o por Julio?

Eran dos personalidades distintas, pero con el mismo pensamiento. Quintí­n fue quien me llevó al movimiento, era el jefe, al que se sentí­a más atada en la acción. Julio era muy pensador, sin embargo, chistoso. Yo sentí­a gran afectividad por él; como yo, leí­a mucho. Jamás he gastado un centavo en maquillaje ni en joyas; mira, no llevo tan siquiera aretes, en libros sí­ que he invertido plata. En esta pasión por la lectura éramos muy afines.

¿Sabí­a en lo que andaba Julio?

¡Claro que sabí­a en lo que andaban los muchachos. Mas ignoraba a lo que salieron aquella tarde; tampoco me rondó ningún mal pensamiento.

«Dentro del auto llevaban una bomba casera destinada a dañar el edificio del Gobierno Provincial. Murió, si, pero podí­a no haber muerto. Fue una fatalidad que tenemos que aceptar... No es que yo quiera hacer alardes de corajuda, simplemente que soy una persona formada en la Cuba mediatizada. Maestra al fin estaba obligada a dominar la historia de mi paí­s, no podí­a ser de otra forma, me asistí­a convicción y entereza para la lucha ».

Y me reconforté en la vitalidad, temple, disposición y alegrí­a que animaron siempre a esta increí­ble mujer, dirigente del M-26-7 en Las Villas, doctora en Pedagogí­a, nacida en Báez, el 24 de septiembre de 1909.

¿De quién heredó esa certeza, esa integridad de carácter?

De la sangre mambisa de mi abuelo paterno; y de mis maestros, la vocación y el fervor martiano.

«Tengo la suerte de recordar no solo el nombre y los apellidos, si no las caracterí­sticas fí­sicas de cada uno de mis maestros y profesores. Yo te aseguro, basándome en mis 90 años, que eran magní­ficos porque supieron formar en sus alumnos, además del amor por la profesión, la pasión por la Patria, que es otro magisterio ».

¿No le aburre la pasividad de la casa?

No, todaví­a bordo, tejo y remiendo, de vez en cuando. No me gusta la cocina. Trabajo voluntario con la FMC; con el Partido, en lo que la Revolución me necesite. Apenas las molestias normales de la operación en la rodilla derecha me impiden largas o tortuosas caminatas.

¿Cuánto quisiera vivir?

Mucho, para conocer los destinos de Cuba y de la humanidad. Mis nietos y bisnietos son ya hombres y mujeres.

Pero ¿cuánto es ese «mucho », Margot?

Te voy a responder con una anécdota: En el aniversario 40 de la caí­da de Frank me invitaron a Santiago de Cuba. Como estaba recién operada de la pierna, me llevaron en un avión de las FAR. Cuando el Jefe de nuestro Ejército fue a despedirme al aeropuerto, me dijo en tono amigable y cariñoso: " ¡Cuí­dese, Margot, tiene que vivir 100 años!". Y yo le respondí­: " ¡General, cumpliré su orden!" Y he tomado su deseo como un decreto militar, ¡así­ que voy a durar 10 años más!

Y no faltó a su palabra. Margot Machado murió faltándole apenas cuatro meses para cumplir 106 años, sobrepuesta a todos los dolores, presumiendo de amores y del destino cierto de su Patria.

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