Para los que conocemos poco de arte, a quienes se nos escapan los misterios del teatro, la danza, la música y la danza, no existe mejor termómetro que las sensaciones.
Cuando uno como el más común de los mortales, sentado y expectante no puede separar la mirada ni el corazón del escenario donde otros dejan la mirada y el corazón. Cuando recuerda, siente y vive, entonces sabe que está en presencia de algo que te supera.

Así estaba yo en la presentación de Acosta Danza este sábado, mitad intrigada y mitad conmovida ante la soltura y el dramatismo de sus bailarines. Difícilmente algunos de los otros espectadores pudo sentirse de manera diferente.
Cada una de las puestas fue un regalo que conjugaba la destreza de sus protagonistas, la intensidad de la música y lo cuidadoso del vestuario para completar la tríada del éxito de los espectáculos y de paso regalarle una noche inolvidable a los presentes.
Las seis puestas brillaron con su propia luz y encanto. La primera, El salto de Nijinsky, marcó el compás de la noche y dejó absortos a quienes por primera vez nos acercábamos en vivo a la novel agrupación danzaría. Una coreografía que construía y deconstruía su propio ritmo para unos espectadores que no sabíamos que más esperar.

Impronta se arriesgó con una única bailarina, un solo sensual que demostró que la danza contemporánea, por lo atrevido de sus movimientos, necesita a artistas con talento, arriesgados, capaces de subvertir el orden de los sentimientos y por sí solos sostener un diálogo gestual con el público.
Describir Soledad me resulta imposible, pero continuando con las sensaciones, fue como ver una película vieja y escuchar a la implacable Cavela Vargas, justo cuando el desamor llama a la puerta. La pareja sobre el escenario, en los ires y venires de una pareja real, invitaba a descubrir el desenlace de su historia en un bar, entre tequilas como «La Chamana » nos enseñó.

La muerte de los cisnes rompió con la atmósfera con puro ballet. Tal parecía una demostración del enorme diapasón estilístico de la compañía, una inserción de lo clásico en lo moderno para romper esquemas y no permitir que el público se fuese sin saborear un poco de lo mejor.
Nosotros me provocó unos deseos locos de un amor de verano. La luz tenue, los detalles en rojo, una coreografía que coqueteaba con el amor y la música pasional invitaban a recordar esos romances de un día y de una vida, que fueron y no fueron, pero que no se pueden olvidar.
Confieso que Alrededor no hay nada fue mi favorita, incluso antes de poner un pie en el teatro. La amé cuando descubrí que retomaba versos de Sabina y Vinicius de Moraes y no me decepcionó. Nunca pensé que podría disfrutar de una presentación que en sus tres cuartas partes no incluyera música y que la fuerza de los movimientos me ensimismara tanto que apenas la extrañara. Poemas declamados y bailarines que se movían con soltura.
Perdonen si no hablé de la limpieza de la técnica, mejor se lo dejo a otro con más conocimientos. Solo quise recorrer una noche, que parafraseando a de Moraes, me produjo una sensación fantástica porque sencillamente es sábado y Acosta Danza bailó en La Caridad.