Este 20 de diciembre pude haber reemplazado a Roland en la exposición colectiva por el aniversario 51 de Melaíto, pero nunca ocurrió. Y no supe por qué hasta este jueves 2 de enero de 2020, cuando una definitiva mala noticia pintó de negro el humor cubano.

Por aquellos días, y me atrevo a creer que por primera vez en esos años, Roland (Rolando González Reyes) no estaba dispuesto o, para ser más precisa, estaba indispuesto y, presumiblemente, sus palabras no cortarían la cinta imaginaria en el pasillo del periódico Vanguardia.
Entonces aparecí como emergente con la misión de escribir y decir «algo », término que define con justeza lo que podría lograr, si se compara con sus cinco décadas de letra y trazo en el suplemento humorístico del centro del país, que le hicieron merecedor del Premio provincial Roberto González Quesada a la obra de la vida, con su presencia en otras publicaciones de Cuba y el extranjero; sus muestras personales y galardones en concursos nacionales e internacionales, más los libros, tanto de textos como de caricaturas: Cuentos para un verano, Humortajadas y íbrete, Sésamo, entre otros.
Claro que resultaría más fácil para él, que lo mismo se asomaba al medioevo o a una cola para contárnoslos o pintárnoslos con gracia, que se «enguayaberaba » para agradecer, en nombre de los demás melaítos la Distinción por la Cultura Nacional recibida hace un año, en el aniversario 50.
Mientras hilvanaba las ideas sustitutas, pensé que así de natural hubiera llegado el eterno hijo de Ciego Montero (en la actual provincia de Cienfuegos): gorra sobre la cabeza todavía poblada a pesar de sus 78 años, pulóver, pitusa, zapatillas o quién sabe si con una de sus habituales bermudas o sandalias; listo para desdoblar las ideas contenidas en una hoja que, como mago, sacaría de su riñonera o la carterita en ristre, a la vez que hacía desaparecer su tabaco.

Pero, al menos por esta vez, prefirieron no pedirle ser el orador. Eso sí, junto a sus compañeros, a través de las obras estaría hablándonos en el lenguaje universal del humor con el que profesionalmente traducía realidades desde 1968, cuando la empresa Planta Mecánica «prestó » por un tiempo a un trabajador de su taller de plantillería, para que el entonces recién nacido Melaíto ganara definitivamente a un artista.
No obstante, pese a los recientes malestares del cuerpo, nadie dudaba que también podría estar allí: bohemio, personaje entre los personajes de morfología inconfundible que aprendió a dibujar en el mostrador de la bodega de su padre, en su patria adoptiva de Dobarganes, en Santa Clara.
Así, según me ha contado varias veces, parece estar viéndolo siempre la diseñadora Celia Farfán, compañera de barrio y mela’o. Mientras que otros que lo conocimos ya de genio y figura, tratamos de imaginarlo, con 20 años, cabellera negra y sonrisa fotogénica, subiendo hasta El Naranjo, en las montañas del Escambray, para pintar un cuadro más en esa gran historieta que fue la Campaña de Alfabetización.

Lo cierto es que lo de enseñar se le quedó dentro, y sus cursos de humorismo gráfico en la Casa de la Cultura Juan Marinello, en Santa Clara, sirvieron para descubrir el talento de niños y adolescentes que «arrastraba » hasta la redacción, las páginas y los murales colectivos habituales en la celebraciones de Melaíto.
Por supuesto, que de nada de esto iba a hablar yo el 20 de diciembre de 2019. Primero, porque a pesar de sospechosas señales corporales, su resistencia se había impuesto a resbalones físicos, y emocionales, como la pérdida de su madre, a quien siempre tuvo a su lado, protectora del más pequeño de los hijos. Segundo, porque aunque en sus venas la sangre del creador corría mezclada con mela’o y ron, Roland era un tipo sensible, capaz de emocionarse con cosas simples de la vida y de la muerte. Tercero, porque nunca se hubiera permitido aguarle la fiesta a su otra casa y familia que encontró en la publicación humorística del centro de Cuba.
Entonces, pocas horas antes de la inauguración de la exposición, pensé en que solo y como alusión indirecta a una posibilidad real debía desear a los presentes y exponentes que el año próximo, en el aniversario 52, estuvieran todos sosteniendo en alto la mocha del humor que seguirá identificando a Melaíto.
Solo eso. Pero nada dije, porque nunca llegué. Cambié de huso horario sin explicación evidente, al menos hasta que al anochecer de este jueves 2 de enero la parca, tantas veces satirizada en sus caricaturas, le hizo la broma macabra al maestro Roland, a pocos días de cumplir sus 79, el 26 de enero me confirmaba su sobrino Luisito; aunque, vaya a saber si por un mal chiste registral, según su carné el día del natalicio en 1941 coincide con el del fallecimiento.

No pocos se sorprenderán con la noticia, sobre todo porque el 20 de diciembre, así como era de personaje, y aun su voz algo apagada, el natural orador fue el utility del equipo: el pretendido ingeniero mecánico que engranó en su persona al redactor y caricaturista.
Ahora se me antoja creer que no estuve a la hora indicada porque él, pequeño y pícaro, estaba prendido hace meses a las agujas del reloj, halando con fuerza para alargar su permanencia. Y prefiero esta como la última y eterna imagen del irreverente maestro que acaba de iniciar el trazado infinito de un tiempo otro en el que, igualmente, no tendrá sustituto.