A la cultura no hay virus que la detenga. No hay cuarentena que le ponga frenos. No hay fuerza sobre este mundo o mundos paralelos que le diga: « ¡Quédate quieta! ».
El arte por sí mismo desprende luz. Desde nuestra casa, si afinamos bien el oído, podemos sentir el rítmico paso de una bailarina, el latir desconsolado de una guitarra, las voces de algún coro o la mímica eterna sobre un tabloncillo.

No son tiempos de salir a la calle. La conciencia ciudadana y humana nos obliga a permanecer aislados para así salvar más vidas. Son tiempos de estar en familia, de leer un buen libro, de escuchar esas canciones que casi teníamos olvidadas, de hacer la maratón de películas que habíamos pospuesto una y otra vez.
Artistas de todo el mundo, en su reclamo constante por que permanezcamos en casa, han trazado sus propias estrategias para amenizar nuestros días.
Los conciertos online resultan habituales. Internet se convierte en epicentro cultural y deviene cine, teatro, galería, biblioteca y museo. El público, a la distancia de un clic, disfruta y canta, ríe y llora, y salva vidas desde la comodidad de sus hogares.

Parece película de ciencia ficción. En un mundo donde los humanos no pueden juntarse, el arte los une a través de la tecnología. Los poemas y poemarios florecen en Facebook e Instagram. Youtube se renueva a diario con canciones que desbordan fuerzas. Los sitios web regalan descargas gratis de libros.
Vivimos en un mundo nuevo. Por suerte, en uno que no ha perdido la esperanza, que se levanta musical y canta a todo pulmón: « ¿Quién ha dicho que todo está perdido? / Yo vengo a entregar mi corazón ».