Quizás, cuando se habla de sueños, toca lanzar un ancla a tierra, un ancla que vuelva a colocar nuestros pies en esta parte del mundo donde habitan las esperanzas. Y si tenemos suerte, podremos encontrarnos con Fernando Pérez en esa suite donde guarda los sueños de su Habana que también es la nuestra.
Suite Habana es uno de los filmes más laureados del director cubano. Estrenado en el año 2003, la película/documental supone una de las grandes muestras cinematográficas del país. La trama gira en torno a la búsqueda de la felicidad como satisfacción personal, y en este sentido llama la atención cómo un tema tan trillado irrumpe con tal descaro que deja en la estocada cualquier intento de igualar el filme.

A lo largo de los años, los cineastas cubanos han enfocado las cámaras en la crítica social, logrando así una homogeneidad palpable en la pantalla. Ahora bien, ¿qué factores convierten Suite Habana en un filme novedoso y esperanzador?
La dirección de fotografía, a cargo de Raúl Pérez Ureta, logra colocar la imagen en el papel protagónico que le ofrece Fernando Pérez. Amanece una Habana silenciosa cuyo paisaje no calla a lo largo de los 84 minutos.
Si el investigador Umberto Eco intentara hacer un análisis semiótico del filme, seguramente enloquecería luego de la primera media hora, pues si algo no falta en la pantalla, son los simbolismos. Desde la imagen de la bandera cubana, pasando por la música, hasta llegar a los espejuelos de Lennon, convierten Suite Habana en un paraíso para las mentes.

Temas como la migración, la transexualidad, el arte, la cotidianidad y la vejez, hilvanan un guion excepcional donde no se extraña el diálogo. Las contradicciones son varias, pero la más llamativa resulta el binomio realidad-ilusiones, esbozando así una Habana plagada de inopias.
Quizás el filme difiere de sus homólogos porque, en primer lugar, fue pensado como un documental, o simplemente la creatividad de su director superó las expectativas de la crítica con una propuesta tan arriesgada. Su narrativa, prácticamente plana, logra el objetivo que se esconde tras un clímax no perceptible.
Gráficamente se esboza un diseño de imagen fenomenal donde el cromatismo y lo visual afloran con naturalidad. Las escenas en la mañana tienen la claridad necesaria para evidenciar de manera precisa la imposición de sucesos, mientras el atardecer se muestra con un toque más reflexivo y melancólico. Y la noche, la noche es el escenario perfecto para que los personajes brillen, para que la luz emerja ante los ojos expectantes: he aquí el punto de giro de la maravillosa puesta en escena.
Por ello, los sueños de Francisquito se cumplen bajo el manto de la luna, pues con ella aflora la felicidad para los diversos personajes. Excepto Amanda, para Amanda no hay felicidad, la suya la metió en un cucurucho de maní que seguramente se fue en manos de cualquier transeúnte. Amanda transforma lo que en algunas ocasiones puede parecer un largometraje desgarrador y melancólico en la pizca de esperanza que se necesita para afrontar la cotidianidad, para decir «yo no quiero eso ».
¿El personaje central? Lennon. Lennon tiene su propia suite en la vida de los habaneros, una suite con vistas a las almas, que tienen la clave al distante mundo de los soñadores en sus pupilas de bronce.

¿Realidad? ¡Qué término tan complejo! ¿Quién pudiera desentrañar los silencios del hombre o de la mismísima tierra? Seguramente, al terminar la película los espectadores, en esa fracción de sueños, frustraciones y felicidad, dejarán escapar una que otra nostalgia.
Me quedo con la música, tan oportuna que convierte una simple reflexión en el más confuso de los cuestionamientos. Caminar, ¡qué bello sería caminar y observar! Seguramente nuestras calles tendrían el mismo romanticismo que La Habana de Fernando, una Habana compleja en sus múltiples realidades donde los sueños caminan sin ser vistos, donde los hombres caminan, sin más.