Por real e inevitable que sea, no es la muerte una verdad que se concibe fácilmente. Si llega a destiempo, segando una vida en plena efervescencia, entonces espanta. A Ernesto Rancaño se le alió una dolencia que nos advirtió de su pronto adiós, una idea inaceptable.
Costaba creer que, ofreciendo tanta vida, color y belleza, desde una obra estremecedora y de elevada talla, pudiera el artista despedirse de un mundo necesitado de seres de su trascendencia.
Un pueblo llora hoy al hombre, al compañero, al creador cabal que pintó la poesía que proveyó su talento; al que, antes de elegir el motivo artístico, se detuvo en las sutilezas que estremecerían a los enamorados de la Patria. Pintó no a un Martí, sino a muchos, como si la voz del Apóstol no dejara de hablarle y avivarle la vocación siempre dispuesta.
Se nos fue Rancaño, y no hay mayor tributo que seguir su ejemplo.
Vendrán otros que, inspirados en las bellezas de esta Isla, recrearán héroes y aves; y usarán, mientras se les estremezca el pecho, los colores firmes de la bandera cubana. Y será inevitable hallar en ellos el magisterio de este gran patriota.
Vivirá en sus cuadros su estirpe de hombre justo y cobijado por el bien. Iluminado por las doctrinas martianas, como él será arte entre las artes. Grande y recto, como el Maestro.