Amador Hernández Hernández ha publicado una decena de títulos tanto en Cuba como en el extranjero. Entre sus libros más leídos se hallan: Cleopatra, la reina de la noche, La medianoche del cordero, Yo también maldije a Dios y Felices los normales.
Amador Hernández, uno de los escritores villaclareños más reconocidos en los últimos años. (Foto: Cortesía del entrevistado)
Jennifer Rodríguez Pozo, estudiante de Periodismo
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06 Junio 2023
06 Junio 2023
hace 1 año
«La escritura es la pintura de la voz». Voltaire
Este escribano cubanísimo, de auténtica literatura, habla seguido con Cervantes y Loynaz, los invita a su casa y les presenta sus libros; susurran entre ellos, ríen e, incluso, lloran. Son viejos amigos, se han acompañado desde la primera palabra hasta el punto final. Me tomaré el atrevimiento de suponer —en palabras de Jorge Luis Borges-— que opta por la tesis de la musa platónica y no por la de Poe, que razonó, o fingió razonar, que la escritura es una operación de la inteligencia.
Máster en Ciencias de la Educación y Profesor Auxiliar de la Universidad Central «Marta Abreu» de Las Villas; premiado en diferentes eventos literarios como el Uneac 2004, Fundación de la Ciudad de Santa Clara, Ciudad del Che y Luis Rogelio Nogueras, cultiva los géneros narrativos y la crítica literaria, y tiene publicado una decena de títulos tanto en Cuba como en el extranjero. Entre sus libros más leídos se hallan: Cleopatra, la reina de la noche, La medianoche del cordero, Yo también maldije a Dios y Felices los normales. Mereció el premio de la crítica Ser en el tiempo, en 2006.
Amador Hernández Hernández define su arte como «una crónica de la vida cotidiana, una revelación de adversidades y alegrías; de mundos solapados, llenos de impudores a veces, de esperanzas, otras. Una crónica de la vida que envuelve un variopinto de seres deshechos, rotos, pero que aún sueñan con la recomposición antes de que la parca venga por ellos, definitivamente».
— ¿Cómo comenzó en el mundo de la escritura?
—En mi caso, ayudó muchísimo haber nacido en una zona rural, cercana a un central azucarero. La radio, los libros y la escuela fueron mis primeros contactos con un mundo cultural más profundo. Aprendí a leer antes de llegar a la etapa escolar, obra paciente de mi padre. Con los títulos, en grande, en la portada de los libros, él me enseñó a identificar cada grafema, a combinarlos hasta llegar a la palabra y, de ahí, a la lectura coherente de estructuras sintácticas más complejas.
«Esa deuda con los libros, con las radioaventuras y el modo peculiar y fabuloso con que algunos maestros nos enfrentaban a los textos literarios, libros escolares mediante, fueron despertando esa vocación por la literatura de aventuras y de poesía. En mi época de estudiante, becado, me incorporé a los talleres literarios; por tanto, amplié mi espectro de lecturas de autores cada vez más universales. Pero, fue realmente en los talleres municipales de las casas de cultura, a inicios de la década de 1980, cuando definí mi interés profundo por ver mi nombre en las portadas y contraportadas de libros».
—¿Cuál escritor le ha servido de inspiración?
—Cuando aprendí a leer, los libros amontonados en la ya secular historia de la literatura podían cimentar diez cadenas montañosas. Escoger a un autor como epígono o como paradigma es arriesgado por la posibilidad de no hacer verdadera justicia. Para la técnica de atrapar lectores gracias a un estilo superior debo mencionarte a Virgilio, el poeta latino; Dante Alighieri, el florentino; Cervantes y Quevedo, de la novela picaresca española; el anónimo novelista español, tal vez don Diego Hurtado de Mendoza, con su Lazarillo de Tormes y, ¿por qué no?, el marqués de Sade, Kafka, José de Saramago, William Faulkner, Truman Capote, Julio Cortázar, Jorge Amado, Vinicius Moraes, Jorge Luis Borges, Roberto Bolaños, Fernando Morais, Miguel Barnet, Amir Valle, Guillermo Vidal y Carlos Montenegro. Si me exigieras uno con quien me identifico más por mis preferencias genéricas, no dudaría en mencionarte al brasileño Fernando Morais.
—¿Tiene algún ritual para enfrentarse a la hoja en blanco?
— Casi todos los escritores lo poseen y lo ponen en práctica. En mi caso, por ejemplo, coloco la página electrónica en la pantalla. Entonces necesito acostarme y pensar cuál sería la palabra de arranque, dormirme y soñar con ella. Una vez despierto, enciendo un habano, torcido en casa de los tabaqueros, para ver ascender, en espiral, el humo azul; mirar constantemente la ceniza, chuparlo hasta embriagarme con su aroma y su sabor, entrecerrar los ojos y observar tras el humo a los personajes de mi historia, moviéndose, conversando conmigo. De esas charlas imaginarias, van configurándose los diálogos. Por último, tengo que leer en voz alta cada capítulo y hasta que no supongo que hayan dejado satisfechos los oídos de Cervantes y de la Loynaz no los doy por cerrados.
—¿La literatura testimonial es algo que decidió hacer, o sucedió de forma natural?
— Primero quería escribir novelas de aventuras y policiales. Y, aunque comencé escribiendo para niños y jóvenes, siempre supe que no era para esa edad donde estaban mis preferencias. Aspiraba a más: escribir grandes novelas históricas. Incursioné, además, en el ensayo y la crítica literaria. Hasta que descubrí Biografía de un cimarrón, El destino de un hombre, Un hombre de verdad, A sangre fría, Olga y a los grandes testimoniantes latinoamericanos como Rodolfo Walsh, Juan Pérez de la Riva y Elena Poniatowska Amor, entre otros. Descubrí que las historias de vida eran fascinantes, pues los hombres todos estamos hechos de una masa literaria increíble.
—¿Por qué la censura a Cleopatra, la reina de la noche?
—Yo estaba consciente de que eso podía suceder, por tanto, no me sorprendió. Oficialmente, nadie lo censuró, la censura fue solapada, a nivel de hablar bajito, al oído. Se creó un ambiente incómodo desde las primeras promociones. El ambiente alrededor del libro fue enrareciéndose, aunque su fin era sólo testimoniar un momento muy álgido de nuestra historia: las adolescentes convertidas en jineteras, explotadas por proxenetas en el sucio afán de ganar divisas, de sacar ganancias al mar revuelto con el crecimiento en Cuba, de golpe y porrazo, del turismo internacional.
«El hecho de ser pedagogo, aquella crisis que se ensañó con lo más hermoso y frágil de la Cuba de los 90 del pasado siglo, adolescentes y jóvenes, me llevó a alertar, avisar que la crisis económica gravitaba con más impudor sobre la moral de la juventud y que esa realidad se convertía en un peligro para las generaciones siguientes.
«Pero, algunos sesudos, hipócritas, los peores ciegos morales se molestaron y temieron más por su doble moral que por el daño irreversible a los modos de actuación de los cubanos, dispuestos a salvarse a toda costa, justificando los medios. Nunca más ha podido reeditarse en Cuba, a pesar de los miles de reclamaciones de los lectores, sobre todo, de los más jóvenes».
—Alguna nueva publicación en proyecto.
—Están por salir a la luz Radio Encrucijada Cuba, una década en el aire, por la editorial En Vivo del ICRT; Los puentes rotos de Nueva York, tres historias de adolescentes con el cual gané el premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara 2021, y tengo prácticamente terminados dos libros: Crónicas para conmover al silencio, y el otro una historia de vida sumamente sorprendente, He visto llorar a un elefante.
—¿Qué libro suyo recomendaría a alguien que no ha leído su obra? —Ninguno y todos. Para los adolescentes, Nuestros años felices, una novela testimonial que les ayudará a comprender que las generaciones anteriores a la suya también tuvieron su gran guerra patria, y Cleopatra, la reina de la noche, para que aprendan de una buena vez que tantas luces pueden cegarlos. Y para los más adultos, La medianoche del cordero y La mordida de Dios, para que comprendan cuán tramposa puede resultar la vida.
—En su opinión, ¿qué hace a un libro un buen libro? —En primer lugar, la aceptación de los lectores, que se trasmita esa aceptación en rumores, murmullos; que sea recomendado de boca en boca, de e-mail en e-mail, de mensaje en mensaje; convertirse en el libro que todos quisieran leer, en la comidilla de cualquier corrillo literario.
«En segundo lugar, que esté bien escrito, que atrape al lector desde el primer párrafo, que sea capaz de dejar en el lector ese sabor agridulce de un Trilce vallejiano, por ejemplo; y en tercer lugar, que haya sido escrito por Amador Hernández».