
Despertó alrededor de las seis, como casi todas las mañanas, y terminó de saborear el primer café del día sentado frente a la computadora. Se aseguró de no tener solicitudes urgentes en su correo electrónico ni ilustraciones por entregar. Leyó las noticias y centró la mirada —cual francotirador experto— en lo que consideró más importante. Entonces dibujó.

Aunque no le gusta perder tiempo para digitalizar las líneas, aplicar colores y sombras y pulir los trazos, los diez bocetos reposaron en papeles doblados sobre la mesa que lo ha acompañado desde los primeros años, porque dos intrusos con grabadora y cámara en mano rompimos la rutina creativa y doméstica que desencadena el estudio en casa, para sacarle las palabras a un artista dedicado a pintar los chistes.
Sencillo, incisivo y criollo, como el humor costumbrista que ha cultivado por más de cuatro décadas, Alfredo Martirena Hernández se dispuso a conversar sobre la vida y la obra detrás del premio provincial Roberto González Quesada, que le concedió este año la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC) en Villa Clara.
Mientras enseñaba «el último juguete», una nueva tableta de dibujo cuyas prestaciones se apreciaban al detalle en una amplia pantalla, no lucía tan distante del niño que cultivó su vocación de manera inconsciente durante la primaria, la secundaria y un poco más.

«No tengo idea de que en mi familia hubiera algún artista. Sin embargo, mi hermano es ingeniero civil, por lo que también dibujaba, y a mi mamá, una mujer de ciencia, se le daba bien coser, tejer, bordar, porque lograba todo lo que se proponía. Cuando pensaba en estudiar, quería ser médico o arquitecto, y me gustaba la biología, tres especialidades que exigían dotes de dibujante», recuerda el dos veces merecedor del premio Eduardo Abela.
Al terminar el preuniversitario y no alcanzar una carrera, llegó a un salón de proyectos de mecánica, en la Universidad Central «Marta Abreu» de Las Villas (UCLV), y en aquellas mesas de dibujo retomó lo que hasta entonces era un pasatiempo.
Por la animación irrumpió Martirena en el universo de la gráfica, cuando su madre habló con Pedro Hernández, entonces director del periódico Vanguardia, y este la recomendó ponerse en contacto con Francisco Rodríguez Ruiz (Panchito), quien estaba haciendo dibujos animados y necesitaba alguien que se encargara de los intermedios.
«Cuando Panchito vio que tenía cierta aptitud, me dijo: “¿Por qué no pruebas con el humor? Trata de hacer un chiste y después vemos el abecé”. Entonces, me acerqué a Melaíto y en marzo de 1984 quedé contratado. De manera empírica, porque soy autodidacta, empecé a estudiar los diferentes dibujos, para buscar un estilo, y he tenido la buena suerte de mantenerme hasta hoy en el equipo», comenta el ilustrador y humorista gráfico.

Durante el período especial que desató una de las crisis de la poligrafía y ahogó las tiradas de la publicación más dulce de Cuba, pensó irse a La Habana en busca de espacios para publicar su trabajo; pero los últimos años de la década de los 90 le regalaron el encuentro con su esposa, las infinitas posibilidades de Internet para acortar tiempos y distancias, y las oportunidades que aprovechó el periódico al incorporar las ilustraciones en sus páginas.
«Con las condiciones actuales de trabajo, no veo la necesidad de alejarme de Melaíto, que me adoptó como un padre. A pesar de que hemos avanzado con la creación del sitio web y la presencia en las redes sociales, me gustaría ver nuevamente la edición de papel. Aunque en el mundo es tendencia migrar hacia lo digital, no es lo mismo recomendarles a las personas que nos sigan que entregarles las páginas con el olor y la elegancia característicos de las revistas y periódicos impresos. No pierdo las esperanzas de que volvamos a hacerlo», declara el actual director del suplemento humorístico.
A falta de una formación en artes plásticas, como tuvieron muchos de sus colegas, Martirena ha curtido el talento natural con años de trabajo hasta llenar, «gota a gota», la copa del éxito:
«A veces Panchito me decía que yo era un humorista hecho con carburo. Usaba la frase de manera jocosa, para motivarme, sobre todo, en los comienzos, cuando yo sentía que no daba la talla. Hay humoristas que nacen, los ves en la calle a diario, y luego viene la formación, el oficio.
«En esencia, tiene que tener sentido del humor. Está el natural, como Pedro Méndez, que nació con gracia para hacer cuentos y, además, dibuja, o Roland, quien era muy simpático cuando hablaba, por la ironía. Ese no es mi caso. Mientras las personas hacen chistes o imitan a humoristas de su preferencia, yo me quedo en una esquina sin decir una palabra, porque no soy gracioso. Me considero más bien tímido, y me vuelco en el dibujo».

Ningún tema le es ajeno a Alfredo Martirena. Durante 41 años ha sacado máximo provecho al costumbrismo y ha disfrutado, aunque en menor medida, el humor erótico. Reconoce la sátira como vía para denunciar injusticias y reflejar lo que mueve la opinión pública en el mundo, y no descarta el humor blanco, en esa búsqueda de espacios dentro del lienzo internacional. Sin embargo, en los últimos tiempos se concentra en la ilustración editorial, que lleva a las páginas de Vanguardia, Trabajadores y El Artemiseño, la señal de Telecubanacán y varias publicaciones internacionales, o las envía a sindicatos que las exhiben en vitrinas digitales, a la espera de editores interesados desde cualquier latitud.
«Cuando ilustro, siempre aporto una arista mía a lo que escribe el autor y trato de que tenga algo de humor, para enganchar al lector. Pedro y Linares me decían que el secreto de la ilustración consiste en dar una esencia, un punto de vista del trabajo, pero sin delatar al periodista, sería como contar el final de la película», explica.
Ya consagrado, vivió la experiencia de dar movimiento a sus dibujos, con Juan y Ernesto Padrón, Aramís Acosta, Paco Prats y Mario Rivas, leyendas de la animación cubana.
«Cuando buscaban guiones de humor, presenté mis ideas, y me pidieron, además, asumir los diseños. Trabajábamos a distancia, yo enviaba los dibujos calve, los animadores hacían el resto y surgieron varios filminutos que guardo con orgullo. Fue un sueño hecho realidad, porque, aparte de la arquitectura y la medicina, de adolescente me gustaba el diseño de animación, era seguidor de Disney y del Icaic», recuerda.

En la obra de este santaclareño que ha expuesto en Suiza, Nicaragua, España, Ecuador y Canadá, la crítica constituye un ingrediente fundamental, y lo atribuye a la influencia de un trapiche que ya cuenta 56 zafras, ¡y sigue moliendo! «Comencé, a mi modo de ver, en el lugar más crítico de la gráfica en Cuba. Por la dirección de Pedro y la forma de hacer humor de Panchito, Linares, Roland, Melaíto se volcaba en lo doméstico, era punzante, y eso me ha acompañado siempre».
Al joven de 20 años que a veces se abrumaba ante el encargo semanal de ocho o diez dibujos sobre temas casi agotados, poco a poco le llegaron las vivencias de las que hacían gala los veteranos de aquel equipo «todos estrellas». Al sinsabor de ir envejeciendo antepone la experiencia para hacer un humor diferente, más maduro y profundo. ¿Cómo evitar acomodarse y repetirse en esa conquista permanente de la creatividad?
«Lo más importante que tiene que hacer un humorista es trabajar cada día. Yo me preocupo cuando no tengo trabajo. A diferencia de otros, me gusta hacerlo bajo presión, y asumo cada encargo que me envían para ilustrar como si fuera a publicarse el mismo día.
«Siguiendo el consejo de un gran dibujante, nunca digo que no sin intentarlo primero. A veces salgo a “pescar” espacios en la red global. Algunos son agradecidos y te remuneran —que siempre hace falta—, otros son de colaboración sin lucro, pero te dan visibilidad, y así aparecen las oportunidades».
Si bien le gusta dibujar «a la antigua», Martirena distingue en Internet una poderosísima herramienta de creación. En 2001 tuvo su primera computadora, y el progreso tecnológico ha vuelto casi surrealista los tiempos en que esperaba ansioso los catálogos para saber cómo iba el mundo, ver la obra de otros dibujantes y mejorar la propia; los viajes a la universidad para fotocopiar los dibujos que enviaría a España y la tardanza de meses hasta verlos publicados en una revista.
En todas las herramientas disponibles en línea y la más reciente inteligencia artificial, encuentra nuevas maneras de enriquecer el oficio y el arte del humor gráfico.
«Con los memes tengo a veces un poco de recelo, porque también demandan gran sentido del humor y de la ironía. Los hay excelentes, que disfruto y guardo, y los hay burdos; pero nada de eso entra en contrapunteo con el humor gráfico. Simplemente, hay que tomar lo que convenga y usarlo bien», comenta.
Al realizar un balance de retos y satisfacciones desde el punto de vista creativo, confiesa que lo impactan los momentos en que se torna más difícil la situación social, «porque he desarrollado el sentido de ver un poco más adelante, y esas cosas me preocupan. Con mi mensaje, trato de aportar alguna solución, de dar aliento; pero es difícil, porque cada vez el reto es mayor y las soluciones a corto plazo no las vislumbro.

«En cuanto a las alegrías, me siento bien servido: tengo la ventaja de trabajar desde la casa, contar con las condiciones, hacer lo que me gusta y, además, me pagan».
La preferencia del público y el respeto de la crítica le confieren toda la autoridad para opinar sobre el estado del humorismo gráfico en Cuba, cuánto puede aportar al periodismo y en qué medida han sabido aprovecharlo los medios fundamentales de comunicación.
Habla de los excelentes dibujantes que brillaron antes del triunfo de la Revolución, la tremenda experiencia acumulada después y los nuevos artistas que se abren paso ahora.
«En general, el problema sigue siendo dónde publicar. No creo que el humor gráfico esté en crisis, pero sí en un stand-by. Después de las explosiones de los años 80, 90 y 2000, hace falta una nueva oleada de dibujantes, un poco más jóvenes, con otras visiones y mensajes.
«Creo que los medios pudieran aprovechar mejor a los artistas que tenemos, utilizar más y con mayor frecuencia la opinión gráfica. He visto cómo algunos periódicos dan señales y la llevan desde los sitios web hasta las ediciones impresas, pero todavía me siento subutilizado, a media máquina. Eso se puede hacer en todo el país, no solo conmigo, sino con todos los creadores. La decisión corresponde a los editores de cada publicación», opina.
Cuando la conversación se torna cuesta abajo, se impone la pregunta sobre cómo recibe un premio que trasciende dibujos, exposiciones o libros, porque abarca la evolución de todo su quehacer, endulzado con Melaíto, añejado en un barril de empeño diario y exportado al mundo.
«Digo en broma que el premio de la vida te recuerda que te estás poniendo viejo. Por supuesto, me hace muy feliz, porque es un reconocimiento a la labor de más de 40 años. Hay quien dice que no le interesan los premios. Yo soy de los que sí les gusta que valoren su trabajo: si es bueno, que lo reconozcan, y si es malo, que lo digan también. Además, es un lauro que obtuvieron antes mis colegas Pedro, Roland y Linares, y me siento satisfecho por haber aportado un granito más a ese colectivo», dice agradecido.
Frente a la mesa donde saca lo mejor del ingenio que lo asalta temprano en la mañana o bien entrada la noche, Martirena exhibe la exposición permanente de la que considera su obra más valiosa.
Con Niury comparte un vínculo matrimonial y profesional de más de 25 años, la complicidad para crear juntos, y los regalos de Panchito, a punto de graduarse de Medicina, y Alfredito, que estudia Contabilidad y Finanzas. Con regocijo comenta que Amanda, la mayor de los tres retoños, está por titularse de un doctorado en Biología y va camino al segundo, en la prestigiosa Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
«Me siento contento, orgulloso. Ahora tengo una nieta, que es la nueva adquisición. Siempre me ha gustado hacer chistes de niños pequeños, por los hijos, pero la visión del abuelo es diferente: uno consiente más a los nietos, los haya más bonitos y estoy en esa fase ahora.
«Hay artistas —posiblemente más exitosos que yo— que ponen por delante su obra. Para mí, la principal obra es la familia. Primero, mi padre, que lo perdí de niño; luego, mi madre, quien se encargó de guiarme, y no era fácil, porque fui el ultimo de tres hermanos y estuve un poco descarriado, pero ella logró encontrarme un camino. Si no lo hubiera hecho así, no sé dónde estaría ahora».
—¿Qué queda pendiente?
—Si la vida me da salud, me quedan por hacer un montón de cosas: libros que quiero publicar, colaboraciones que están por llegar. A cada rato aparece algo nuevo y eso me anima. Siempre estoy esperando propuestas.