
Pablo Neruda buscó una salida romántica a la ausencia física de sus amigos. Escribió el nombre de ellos en cada ranura del techo del l bar en su casa de Isla Negra. Imagino que escogió el bar porque más de una vez el poeta le hacía el amor a un buen vino en aquel sitio, con vista al Pacífico. Solo y acompañado, en esa dualidad en la que él vivió, vivimos muchos.
«No los escribí en la techumbre por grandiosos, sino por compañeros », confesó en un poema por el 1966. Allí, a la misma altura están García Lorca, Miguel Hernández y Roco del Campo.
«Cada uno de ellos fue una victoria. Juntos fueron para mí toda la luz », concluyó el Nobel chileno. Siempre estarían acompañándolo. No sé si lo conseguiría, pero al menos se inventó una fórmula sencilla para tenerlos cuando ganara la distancia, los errores, la muerte.
Para llegar a esa casa mágica hay que bajar un barranco acompañado de cierta clase de pino, y sea cual sea la época del año, el viento te golpea frío en la cara. Claro, yo hice lo menos recomendable para una viajera seria, aventurarse. Fui sola, cuando apenas llevaba cinco días en Chile, allá por el 2013.
Nadie te da la bienvenida, al menos lo que una cubana al fin considera como tal. Te dan un audioguía, una grabación que narra cada trozo de historia.
Dos moros, colocados por el poeta ante un camino de conchas te sonríen en la puerta. Neruda les pedía a sus amigos que se quitaran los zapatos al entrar y así sintieran bajo sus pies los poderes del océano. Un poco cursi sí, pero totalmente intenso.
Más de una vez habrán pasado directo al bar, el mismo que sigue a «lo desorganizado », como si los anocheceres en esa habitación coincidieran todavía con los amaneceres. La tarde que descubrí aquella confesión de amor eterno, aquella ingeniosa manera de atarlos a la madera y a su alma, tuve que violar la primera regla.
«Nada de fotos », dijeron.