Elisa detesta el nasobuco, no porque le moleste para respirar o le roce detrás de la oreja, sino porque oculta su sonrisa. A sus seis años asevera que «el coronavirus es un bichito feo, verde como extraterrestre y cobarde cantidad », y que «Chamaquili y las vacunas lo van a desaparecer ».
Ahora, que no hay escuela, no se apura para lavarse la cara y los dientes, sugiere a su hermanito andar en tacasillos todo el día y se considera «súper rebelde » por merendar mientras la telemaestra dicta la lección.
Tras meses de confinamiento ya ha contado hasta el cansancio las losas del piso del apartamento, se ha probado todo el guardarropa materno, ultrajado el maquillaje y culpado al más pequeño de todo lo posible.
Aprendió a encender los datos móviles y enviar por Whatsapp caritas felices al contacto del papá de su amiguita; y de paso, dedos aquí y allá, algunos caracteres incoherentes a los jefes de sus progenitores.
Cada día recuerda a papá que les traiga «algo de comer »; realiza un dibujo para los compañeritos de aula, a los que «extraña un mundo mundial », y en días de agua se apodera de bañera y biquini hasta creerse bronceada por el sol.
En las noches, frente al televisor, se convierte en Francisquita Durán y brinda el parte de las afecciones de cada uno de los muñecos suyos o de su hermano; aplaude al personal de salud y dice que será enfermera, mientras regala un guiño y sus padres se la gozan, tan inocente y oportuna.
Presagia que cuando «se muera el matador » podrán visitar a la abuela para comer congrí, buñuelos; ir a la playa y al zoológico. Quiere ir al parque, correr, respirar sin barreras, sabe que gracias al esfuerzo de un país pronto podrá hacerlo. Reirá a plenitud, esplendida, más inmune y feliz.
De momento, celebra este primero de junio, Día de la Internacional de la Infancia, pletórica en amor filial, reviviendo la esperanza y haciendo del tiempo confinada en el hogar, una divina comedia.