Las calles de Santiago. Esas calles que el sol calienta hasta la desmesura y donde se ha vertido tanta sangre generosa. Esas calles con atmósfera de Bertillón 166, que han visto todo lo humano vibrar, el miedo y el arrojo irrefrenable, el cuerpo agujereado de Frank y la temeridad de Vilma.
Esas calles reafirmadas por la victoria y el martirologio bien honrado, donde la Revolución es también un estado espiritual, una alegría con nombre. Santiago que es Santiago, que lo sigue siendo, y Fidel en sus calles.
Como en vida, a cinco años de su muerte, Fidel mantiene esa capacidad extraordinaria de alejar de sí todos los encartonamientos, las fórmulas manidas del deber ser; de conjurar el cariño espontáneo, la cercanía que suele estar reservada a los seres más queridos.
Justo como cuando se encontraba con la gente, los homenajes que ahora se le tributan tienen el calor total de lo espontáneo, la fidelidad a la que solo pueden aspirar los líderes que no faltaron a la palabra empeñada, que lo dieron todo por un sueño colectivo y mayor.
De esa sinceridad en el sentimiento hablan casi todas las crónicas sobre la peregrinación que el pasado sábado recordó al Comandante en Jefe por las calles de Santiago, la indómita. Calles que bien pudieron ser las de Cuba entera, porque Fidel está enraizado en la nación, absuelto por su historia y en ella redivivo.
Y después de la marcha, cuando las calles de Santiago, de la Isla, quedan sumidas en el movimiento cotidiano, allí sigue estando Fidel, recordándonos que la Revolución no es cuestión de fechas señaladas, sino un país que se hace todos los días, con trabajo, pensamiento y mucho valor.