Nuestro Martí

Hace 170 años, el 28 de enero de 1853, nació el más universal de los políticos cubanos, cuyo pensamiento y vida guían el presente y vislumbran el futuro.

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Narciso Fernández Ramí­rez
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27 Enero 2023

José Martí vivió y murió por Cuba. Fue el único varón del matrimonio del valenciano Mariano Martí y la canaria Leonor Pérez, y vino al mundo el 28 de enero de 1853 en una humilde casita de la calle Paula, hace hoy 170 años.

Ilustración de Adalberto Linares sobre las etapas de la vida de Martí.
(Ilustración: Adalberto Linares)

De adolescente escogió para sí «la estrella que ilumina y mata», y con apenas 15 años prefirió «el Yara cubano al Madrid español». Su soneto 10 de Octubre define su ideal independentista: fue el Abdala de la Nubia que padecía el yugo colonial español.

Como el prisionero número 113 arrastró grilletes en las canteras de San Lázaro, grilletes que le dejaron heridas físicas por las cuales padecería toda la vida, y un anillo de hierro, forjado con ellos, con el nombre de Cuba.

«Mírame, madre, y por tu amor no llores, si esclavo de mi edad y mis doctrinas, tu mártir corazón llené de espinas, piensa que nacen entre espinas, flores», fue su dedicatoria a doña Leonor, escrita en el reverso de la fotografía en la que aparece con la cabeza rapada y el grillo infame asido a la cintura y los pies.

El destierro fue el precio a pagar por tan puros ideales: el primero, en Isla de Pinos, en el Abra; luego a España, cuna de sus ancestros, donde escribió su obra El Presidio Político en Cuba, descripción vívida de aquellos días de tanto sufrimiento y dolor:

«(…) yo luchaba por secar su llanto; sollozos desgarradores anudaban su voz, y en esto sonó la hora del trabajo, y un brazo rudo me arrancó de allí, y él quedó de rodillas en la tierra mojada con mi sangre, y a mí me empujaba el palo hacia el montón de cajones que nos esperaba ya para seis horas. ¡Día amarguísimo aquel! Y yo todavía no sé odiar».

Y si en Cuba descubrió la esclavitud, su llegada a México, en 1875, le mostraría la realidad de la América india, de Nuestra América, como la definiría más tarde, para diferenciarla de la que no es nuestra.

Allí hizo periodismo, oficio que ejercería toda la vida y le permitiría el precario sustento diario para una obra que estaba por encima de lo demás, y por la cual sacrificaría talento y familia. Conoció y se casó con la camagüeyana Carmen Zayas Bazán, no sin antes, en Guatemala, haber tenido un idilio platónico con la joven María García Granados, esa que dicen murió de frio, cuando él sabía que murió de amor.

Tuvo un único hijo: José Francisco, Pepito. Su Ismaelillo, su Reyezuelo, como lo llamó en bellos y paternales poemas, escritos en Venezuela, otra de sus patrias latinoamericanas, en 1881.«Versos de gozo y de consuelo, libro de amor y fiesta»: de este modo los calificaría Herminio Almendros.

Martí no dudó en separarse del Plan Gómez-Maceo, en 1884, cuando consideró que los modos propuestos para liberar a Cuba estaban en contra de sus propios ideales: «Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento».

Tampoco vaciló para criticar con dureza el libro de Ramón Roa, A pie y descalzo, en momentos en que se preparaba la Guerra Necesaria y creyó que dañaba sus planes insurreccionales.

Cada 10 de octubre fue una fiesta en su vida. Antológicos resultan los discursos dedicados a recordar aquella mañana luminosa en el ingenio Demajagua, de Carlos Manuel de Céspedes. Fueron dardos contra la España despótica y caduca, y aire fresco para los ideales de redención de los cubanos:

«Los misterios más puros del alma se cumplieron en aquella mañana de la Demajagua, cuando los ricos, desembarazándose de su fortuna, salieron a pelear, sin odio a nadie, por el decoro, que vale más que ella: cuando los dueños de hombres, al ir naciendo el día, dijeron a sus esclavos: “¡Ya sois libres!”», afirmó en el Masonic Temple, de Nueva York, en el acto del 10 de octubre de 1887.

La independencia de Cuba fue su aspiración suprema. Impedir a tiempo la expansión imperialista sobre nuestras tierras de América, el sueño no logrado.

A golpe de inteligencia y tesón, con su verbo ardiente y hermosa prosa, unido a una tenacidad de hierro, poco a poco fue forjando la unidad de los hijos de esta tierra hasta concretar la fundación, en 1892, del Partido Revolucionario Cubano, su obra cumbre.

El fracaso del Plan de la Fernandina, en enero de 1895, no le hizo desfallecer y, un mes más tarde, ya se luchaba en los campos de Cuba. Era su Guerra Necesaria, no contra el español, sino contra el régimen despótico de España. Un suceso de gran alcance que debía lograr, con la independencia de Cuba, tal y como afirmara en el Manifiesto de Montecristi, el equilibrio aún vacilante del mundo.

Martí anduvo errante por otras tierras la mayor parte de su vida, pero eso no melló su cubanía. Sus últimos 15 años los pasó en Estados Unidos y allí apreció todo lo bueno de aquella sociedad, pero, igualmente, criticó cuánto de perverso habitaba en ella. Su honda era la de David.

Murió joven. Cayó en combate con apenas 42 años de edad. Ostentaba el cargo de mayor general del Ejército Libertador y, para los cubanos en la manigua, era el futuro presidente. De ese modo lo aclamaban, con fervor, sueño que quedó trunco aquel fatídico 19 de mayo de 1895.

Amó y sufrió. Físicamente, tres mujeres marcaron su vida: María García Granados, la niña de Guatemala, Carmen Zayas Bazán, esposa y madre de su José Francisco, y Carmen Miyares, a cuya hija, María Mantilla, dedicara los consejos más bellos que pudieran darse a una joven.

No fue bien comprendido por sus padres. Leonor, la madre, le reclamaba que pusiera su enorme talento en función de la familia y no en algo tan intangible e ingrato para ella, como la independencia de Cuba. Mariano, español de pundonor, tampoco veía con buenos ojos que su único hijo varón luchara contra la patria de sus ancestros.

Maceo lo quiso menos al venir a Cuba, subordinado a Flor Crombet, y la reunión de la Mejorana marcó distancia entre los tres grandes hombres de la Guerra de 1895.

Son verdades que no pueden obviarse, desavenencias que marcan la vida y el destino de los hombres. Pero, por encima de todo y todos, estuvo siempre el ideal patriótico, y Martí subordinó su propia existencia al interés y defensa de su Patria, la Patria que consideró fusión dulcísima de amores y esperanzas.

«Mientras haya obra que hacer, un hombre entero no tiene derecho a reposar. Preste cada hombre, sin que nadie lo regañe, el servicio que lleve en sí», escribió a su madre el 15 de mayo de 1894.

El 25 de marzo de 1895, antes de partir con Gómez hacia Cuba, le escribe al dominicano Federico Henríquez y Carvajal: «Yo evoqué la guerra: mi responsabilidad comienza con ella, en vez de acabar. Para mí la patria, no será nunca triunfo, sino agonía y deber».

Y en carta inconclusa a Manuel Mercado, le dice al amigo mexicano del alma: «(…) ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país, y por mi deber —puesto que lo entiendo y tengo ánimos con que realizarlo—, de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso (…)».

Ese es el Martí de todos los cubanos. El Martí ala y raíz. El más genial y universal de los políticos cubanos.

El Martí nuestro.

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