«Aficionado a pensar en los dolores ajenos, y encariñado en la busca de medios de aliviarlos, me queda apenas tiempo para pensar en los míos».
José Martí
Aquel muchacho renunció a sacar provecho del origen de sus padres como garantía de una vida tranquila, quién sabe si a la larga, próspera, en La Habana de la segunda mitad del siglo xix. Las penas ajenas le calaron el alma demasiado pronto, en una sociedad colonial, esclavista, privada de las libertades más elementales.
A los 16 años, podía mirar hacia otro lado y darle igual si un discípulo de Rafael María de Mendive se unía al ejército español; retractarse de la autoría de la carta que lo convirtió en reo, fingir lealtad a la Corona y librarse de la condena a presidio, donde los grilletes fueron el menor de los castigos. El precio moral le pareció impagable.
Con el cuerpo y el corazón llagados marchó al exilio en España. Le habría resultado más fácil olvidarse de su patria amordazada al cruzar el Atlántico, ondear las heridas como estandarte y rumiar el odio. Prefirió inmortalizar el dolor en páginas, sobreponerse y transformar la realidad que denunciaba, sin renunciar a querer, aun desde lejos.
No poca maravilla lo cautivaría en Europa, cuna de civilizaciones y progreso; pero un cordón umbilical lo mantenía unido a América, con su soberanía a medias, sus «dolorosas repúblicas», su vino agrio y sus aldeas adormecidas todavía. El Norte lucía más apetecible, y en sus escenas reflejó por igual el brillo y la sombra de los aires de modernidad que soplaban hacia abajo, como el aliento que antecede a las fauces listas para devorar cuanto nacía entre el Río Bravo y la Patagonia.
Con claridad de profeta supo y dejó saber el peligro que corría la América nuestra, mayor si los gobernantes calcaban sociedades importadas en lugar de defender la autenticidad de sus pueblos. A la lucha por la integración también se entregó, porque en una mente tan grande y un cuerpo tan pequeño nunca hubo espacio para egoísmos.
Cuando acabó la primera guerra de independencia en Cuba, con los deseos que la hicieron estallar frustrados, rehusó la crítica mordaz o el enjuiciamiento a culpables. Maduro como un veterano, a sus 25 años, analizó, de principio a fin, la contienda, no para regodearse de errores ajenos, sino para organizar otra gesta mejor, «generosa y breve», necesaria, definitiva, sin cabida para rencillas entre pinos nuevos y robles sólidos.
Así nacieron el periódico Patria y el Partido Revolucionario Cubano, revolotearon discursos y aplausos, brotó el cariño entre los emigrados, la admiración de los soldados, las contradicciones, resueltas siempre de manera sensata, a favor de la unidad.
A la par crecieron las estrecheces económicas de quien todo lo destina a una sola causa, la distancia física y emocional de sus seres más queridos, los malestares crónicos de un cuerpo siempre puesto en segundo lugar, las traiciones y otros pesares jamás dichos, porque se describió a sí mismo como un vaso de amargura, «que no rebosará jamás, ni enseñará sus entrañas, ni afeará el dolor quejándose de él, ni afligirá a los demás con su pena».
Aceptó el sufrimiento y lo volvió fuerza creadora, libre de resentimientos o frustraciones. Sobraron las palabras de amor para sus padres, hermanas y amigos; devolvió respeto a los adversarios más soeces y para su «príncipe enano» hizo una fiesta en versos.
Sabía que todo alarde de virilidad estaba de más; pero hacía falta su ejemplo, también en el combate. Se aventuró a los peligros de la travesía y el desembarco, se adaptó al régimen de un campamento en la manigua y salió al encuentro con las balas en la primera oportunidad, como si se hubiera dado cita con la muerte, hace 128 años.
Quizás la conformidad y la aceptación pasiva de su destino le habrían valido una vida más cómoda, una vejez rodeado de nietos y la vanidad de las conquistas personales. El Maestro nos dio una lección más importante: «vivo, porque yo he de ser más fuerte que todo obstáculo y todo dolor».