A la niña que fuiste la amaban tanto que creció creyendo que todos los niños recibían lo mismo en sus casas, y se le saltaban las lágrimas cuando alguno se burlaba o la hería con una palabra dura. Le ocurre hasta el día de hoy.
Extrañar a un niño debería clasificar entre los dolores capitales. La nostalgia por lo puro; el desasosiego de existir con el alma a galope, entre flashazos de momentos que ocurren del otro lado del mar ─o del corazón─; la bendita dicha de canturrearles una nana inventada en la que cada verso rima con su nombre, y saber que te quieren con locura, al punto de sacarse el chupete de la boca y ofrecértelo con el bracito extendido, como ofrenda de amor, son milagros que acostumbran a dormitar en la memoria y a los que echamos mano cuando necesitamos que algo, o alguien, nos sacuda la grisura del vivir para lo urgente y no para lo importante.
Extrañar a un niño que nunca has visto parece cosa solo posible en uno de los círculos de Alighieri, donde penan las almas para purgar los pecados cometidos en el mundo de los vivos: los niños que aún no nacen, aunque ya tengan padres que los sueñan; los niños que llevan tu sangre, tus ojos y hasta el hoyuelo en la mejilla derecha, y te lanzan besos que vuelan como palomas, a través de una pantalla, para hacer nido entre el nudo de la garganta y el lado izquierdo del pecho.
Pero, sobre todo, extrañas a la niña que fuiste, la de los espejuelos rojos que leía a Mark Twain de día y de noche, y se sentaba en el suelo, a medio paso de su abuela, mientras esta cosía en su máquina y te hacía historias de otras niñas que no tuvieron juguetes, criaban hermanos y arrimaban un banquito al fogón de leña, para subirse y alcanzar el calderón en el que borboteaba la harina del almuerzo, porque había que ayudar a mamá.
La niña que fuiste no tenía migraña, estrés ni dolores de espalda. Era una niña redondita como una luna llena, de las que se llevaba dos dedos sucios a la boca para estirar el chicle desabrido que, en las noches, «dormía» en el refrigerador; se tomaba el vino Brindis a escondidas y estaba segura de que los abuelos son eternos, porque así se lo habían jurado ellos.
A la niña que fuiste la amaban tanto que creció creyendo que todos los niños recibían lo mismo en sus casas, y se le saltaban las lágrimas cuando alguno se burlaba o la hería con una palabra dura. Le ocurre hasta el día de hoy.
Las ropas de la niña que fuiste no tenían etiquetas porque se las cosía su abuela, y un día deseó tener un padrastro que regalara batas de tul rosa y blanco, como las de su prima; aunque tenía un papá que viajaba 35 kilómetros, bajo lluvia o sol, para buscarle la leche de la semana en una cantina metálica que siempre le pareció idéntica al hombre de hojalata de El mago de Oz.
¡Bendita la inocencia de la niña que fuiste!
Hoy, sin embargo, extrañas a otro niño, tanto o más que a la niña que fuiste. Aquel nació con los ojos oscuros como el miedo, pero el tiempo los fue coloreando a su voluntad, y a veces los miras y encuentras dos chispazos verdosos como piedras de río.
El niño al que añoras te ha acompañado más como un socio de aventuras que como un hijo; te ha dicho «linda» cuando no llevabas encima otro adorno que el cansancio; sabe, desde los cinco años, dónde están y cuáles son las tres pastillas que tomas cuando el dolor de cabeza no te permite articular palabra alguna, y respeta, como cosa sagrada, el silencio que mamá impone, a modo de ley marcial, cuando está escribiendo en su computadora.
Anhelas tanto a ese niño porque para abrazarlo ya no te inclinas hacia delante, sino que levantas los talones. Lo has visto soltar amarras y pedir ayuda con cada vez menos frecuencia; decidir cómo se viste, escuchar su propia música, darles cabida entre sus más grandes afectos a otros niños y niñas que, de seguro, sus madres también extrañan.
Sin embargo, todavía permite que lo perfumen con agua de violetas para ir a la escuela, y en su tiempo siempre caben los minutos en que comparte la cama con mamá y papá, para ponerlos al día sobre sus emprendimientos e ideas, que vuelan más alto que un pájaro asustado. El niño al que extrañas sigue ahí, bajo el asomo de pelusa oscura sobre el labio superior, en el llanto fácil, en las promesas con el dedo meñique.
«Los niños son enigmas luminosos», dijo el escritor francés Daniel Pennac. Privilegiados somos quienes tenemos la fortuna de extrañar a un niño; al que fuimos, y al que dimos vida y nombre; aunque todos deberían llamarse igual: felicidad.