La guerrilla de la vida en 95 combates

Si me conceden una licencia histórica, imagino y escribo al Che vivo a sus 95 años. Lúcido y fuerte, guerrillero eterno. 

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Mónica Sardiña Molina
Mónica Sardiña Molina
@monicasm97
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13 Junio 2023

Si me conceden una licencia histórica, imagino y escribo al Che vivo a sus 95 años. Lúcido y fuerte, guerrillero eterno. El cabello y la barba blanquísimos contrastan con el tono azabache de la boina con la que todos imaginamos que nació, y la estrella dorada sigue «alumbrando el continente de la América Latina».

(Foto: Ismael Francisco González Arceo)

Amanecerá feliz este 14 de junio, entre hijos, nietos, bisnietos y buenos amigos, agradecido por un año más de vida y por otra oportunidad para reunir a la familia. Se sentará en una terraza, abrazado por la brisa calurosa de mediados de junio, y el recuerdo de otros climas le servirá de pretexto para volver a hojear el viejo álbum de fotos.

De las muchas maneras de relatar la vida, escoge siempre las fotografías, acompañadas de anécdotas y anotaciones dejadas por doquier. Rodeado de los seres que le son imprescindibles, retomará el «cuento» mágico que convierte al abuelo en niño y joven rebelde.

Entre las manos, curtidas por tantas hazañas, se posarán, primero, las imágenes de pequeño en su tierra natal, junto a su padre, Ernesto Guevara, los cuatro hermanos menores y Celia de la Serna, la madre que le regaló siempre paz y ternura.

Al compás de los años viajan las imágenes y casi se escucha el rugir de la motocicleta en la que se aventuró, junto al amigo Alberto Granado, en un «latinoamericanazo», de sur a norte, para descubrir las interioridades de un continente real y maravilloso, apaleado durante siglos, con unas ganas tremendas de ser libre; para oír las voces silenciadas, ver los rostros escondidos y ayudar a las almas desesperanzadas. Quijote y Sancho en plena década de los años 50.

Después de muchas vivencias apretadas, la memoria aterriza en México, en la casa de María Antonia, donde conoció al líder de un grupo de jóvenes exiliados cubanos, hermanos de utopías y revoluciones.

Supo que preparaban una expedición para iniciar la lucha armada en Cuba y derrocar a la tiranía en el poder. Se sumó como un cubano más, y nadie habló nunca de causas propias o ajenas. La libertad poco sabe de fronteras y él heredó la patria de Martí, desde el río Bravo hasta la Patagonia.

Pintados con palabras salen los recuerdos de la travesía en la que sobraban hombres o faltaba yate, las sacudidas del mal tiempo, el atraso del desembarco, el bautismo de fuego que lo hizo dudar de su propia supervivencia, la dispersión y el reencuentro.

La Sierra Maestra lo volvió barbudo, comandante, líder y leyenda en poco tiempo. Curtió sus habilidades como médico, estratega militar ¡y radialista! En cada imagen aparece sonriente, sin dejar de sufrir las penas de la guerra, pero esperanzado por la sociedad que construirían luego del triunfo. ¡Porque el triunfo era un hecho!

Entre tantas sonrisas, toca detenerse en la de Camilo, su «eterno chicharrón», dueño de un sentido del humor, del respeto y de la amistad que nunca le resultó posible definir cuál era mayor.

De las montañas al llano, las instantáneas y los recuerdos dejan ver la invasión, la unidad conseguida entre los combatientes de Las Villas y la toma de Santa Clara, para dar la estocada final al dictador Fulgencio Batista. Durante los últimos días de 1958 llenó la ciudad de historia.

En la Cuba libre, saboreó junto al pueblo la justicia social recién conquistada, consciente de que una sociedad mejor no sería posible sin nuevos seres humanos. Escribió mucho al respecto, pero la mejor lección la ha dado siempre con el ejemplo: poniendo bloques, cortando caña, cargando sacos, abrazando a campesinos, fundando industrias, estudiando en su oficina, educando a multitudes.

En otros retratos se ve absorto detrás de una cámara fotográfica o de un libro, embriagado por el aroma y la «ceniza equilibrista» de un tabaco, sonriente, coqueto y lleno de ternura para Aleida March, su «única en el mundo»; como un niño grande entre Hildita, Aleidita, Camilo, Celia y Ernesto, las mejores pruebas del amor que le regaló días felices en Santa Clara y una victoria personal, también, en enero de 1959.

Los montes de diversas geografías volvieron a llenar el fondo de las fotos y al dorso aparecen los seudónimos de los combatientes que lo acompañaron a «otras tierras del mundo». Nunca lo envolvió la vanidad de conquistador, sino el espíritu de justicia que quiso llevar a quienes no podían alcanzarla.

Aquí me reta el atrevimiento de inventar la continuidad de la vida terrenal que le fue arrebatada a los 39 años al Guerrillero Heroico.

Tengo que imaginarlo de regreso, junto a los hijos crecidos, en el centro de los debates y las contradicciones que entraña la construcción del socialismo en Cuba, entregado al estudio de una nueva materia cada día para seguir siendo profeta y visionario, aliado a los académicos y científicos, orgulloso de los internacionalistas, en guerra con la incultura, la burocracia, los dogmas y todas las conductas que empañan la imagen de la Revolución.

Siguió siendo paradigma ético vivo para los pioneros y los jóvenes. Les habló de cerquita, sin que mediaran cargos ni buró, solo la experiencia del realista más soñador, presto al aprendizaje mutuo en lugar del tono aleccionador.

De Fidel no se alejó jamás, especialmente en los momentos difíciles, para cumplir los votos sagrados que le dedicó a esta tierra: «Hasta la victoria, siempre Patria o Muerte», con la coma en el lugar correcto, como reseñó Aleida March en el libro Evocación: mi vida al lado del Che.

Casi al atardecer de este 14 de junio, los hijos, nietos, bisnietos y buenos amigos reunidos comentarán las últimas instantáneas, más cercanas en el tiempo. Alguien pedirá al grupo que se apriete, para guardar en un selfi el recuerdo de la tarde, y él irá presuroso en busca de la vieja cámara con la que ha hecho las fotos más íntimas, para revelarlas a la antigua, colocarlas en el álbum y entregarse al ritual de tocar la vida con las manos.

 

 

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