Creo en la pulcritud de unos ojos verdes, en la nobleza de un rostro golpeado por el peso de los años y la vida. Parece que fue ayer aquel viaje en bicicleta. Apenas era una chiquilla delgada y alta con el pelo rubio y rebelde, en antítesis de un carácter pausado pero inquisidor, con la chispa de crear historias felices en medio del caos.
Me llevaba día por día a la escuela. Atravesábamos juntos el camino finísimo entre dos casas que servía de atajo para llegar a un plantel elegante, una especie de palacete de dos pisos sembrado en medio de un pueblo pequeño y alegre, repleto de casas recién pintadas y con ventanas en forma de cuadrados, como si fueran ojos gigantes ávidos de observar.
Aquella bicicleta se la habían dado en un Congreso del Partido. Apenas tenía mi edad actual y andaba rebosante de sueños e ideales que supo cumplir al pie de la letra y a la altura de los sacrificios propios y ajenos.
No ha podido darme muchos regalos, al menos no de esos que se contabilizan con un grupo de ceros a la derecha de la coma; pero hay cosas que siempre podré agradecerle y que guardo en mi cofre valioso del que nadie tiene la llave, porque hace mucho la guardé en el escaparate de cedro de mi abuela, junto con mi inocencia y los recuerdos de los primeros años de mi historia.
A veces lo veo y me veo. Tenemos esa forma apacible de ir por el mundo, pero dentro, aunque no tan dentro, nos corre el fuego de las ganas y sabemos pelear como leones si nos asiste la razón. Llega a la sala, recuesta el cuerpo sobre la esquina de una pared, justo como yo lo hago. Solo me faltaron sus ojos, transparentes y verdes como la selva del Amazonas, esa infinidad frondosa que alberga el canto, los ríos, el aire húmedo y fresco de los pulmones del Planeta.
Por eso, cuando recibí a mi hija y apenas era una pelota pequeña cubierta de sangre que gritaba a todo pulmón, pude encontrarlo en sus dos perlas esmeraldas que me miraban fijo, como diciendo: «respira profundo, que llegué sin miedo a conquistarte».
Siempre que lo he necesitado, ha estado ahí, mi eterno Quijote que lucha a cada hora contra los molinos de viento. Eso sí, debo reprocharle algo. ¿Por qué heredé esa maña incurable de aferrarme al lado bueno de las cosas?
Cuando las fuerzas me fallan, siempre me consuela y tiene una convicción martiana y profunda de la viabilidad del mejoramiento humano.
Ahora que la madurez me cae, ya no a cuentagotas sino en ráfagas aciclonadas, pienso tanto en él, en ustedes y me siento en deuda. Quisiera darles todo aquello que no tengo y no soy feliz si la felicidad no se posa también en sus sonrisas.
Mi padre infinito sigue cada día en la batalla diaria. No pide nada, lo da todo. Quisiera tanto poder calmar las angustias cotidianas y multiplicar los panes y los peces y borrar preocupaciones y dolores del alma.
Mi padre me toma de la mano, aun sabiendo que ya no soy la niña de antes, para traerme la paz que solía experimentar en aquellos viajes en bicicletas, en los que el viento me daba en la cara y me sentía una heroína sin capa, capaz de vencer las más difíciles batallas e imponerme ante lo imposible, con la certeza de que siempre, pero absolutamente siempre, lo bueno está casi a punto de llegar.
Domingo, 18 Junio 2023 15:54
Qué bello artículo. Felicidades a tu padre y larga y sana vida