El 16 de octubre de 1953, en el salón de enfermeras del Hospital Civil Saturnino Lora, de Santiago de Cuba, aconteció algo sui generis: los postulados de los manifiestos de La Demajagua (1868) y de Montecristi (1895), programas de lucha de la única Revolución Cubana, se fusionaron, ya no en la manigua, sino en la potente voz de Fidel, al pronunciar un alegato de autodefensa en el que se redimía y vindicaba a la Patria ultrajada.
Medio siglo de República neocolonial hacía cotidiana la amenaza perenne del desalojo para los pequeños campesinos; de las mejores tierras para las compañías extranjeras; 400 000 familias viviendo en condiciones de hacinamiento e incontables sin una vivienda; más de un millón de analfabetos e igual número de desempleados, en un país con apenas industrias y escasos servicios de Salud.
Cuando «parecía que el Apóstol iba a morir en el año de su centenario, que su memoria se extinguiría para siempre», Cuba no lo permitió, y un grupo de sus mejores hijos se rebeló, justificado por la historia y defendido por el pueblo. Del legado cespediano y la savia martiana se valió aquella generación que derrocó la tiranía, eliminó para siempre el entreguismo y materializó el anhelo de una Patria «con todos y para el bien de todos».
El Programa del Moncada indicó el camino para que los campesinos se convirtieran en propietarios de las tierras que trabajaban; los alquileres fueran rebajados y se ejecutaran planes de construcción de viviendas; para que Cuba se librara del analfabetismo y que la garantía del empleo dejara de ser una utopía; para que comenzara la industrialización y que, hasta en los sitios más intrincados, estuvieran un médico, una enfermera y una institución de Salud; logros que hasta los organismos internacionales reconocen y ponen como ejemplo para el mundo.
Nuestro Comandante en Jefe siempre supo que la Revolución continuaba tras el triunfo, y que se enfrentaría a enemigos hostiles respaldados por sucesivos gobiernos de Estados Unidos. Ellos no han vacilado en su propósito de «ocasionar hambrunas, desesperación y el derrocamiento del Gobierno», tal como propuso, en 1960, el entonces secretario adjunto de Estado, Lester Mallory.
Sin embargo, toda una nación asume las enérgicas palabras del abogado, que estremeció al Saturnino Lora y a los presentes en tan amañado juicio: «Condenadme, no importa, la historia me absolverá». (Luis Alberto Portuondo)