Camilo Cienfuegos, su «eterno chicharrón», como se autodenominaba, lo llamaba así: el Gigante, al referirse de manera respetuosa a su jefe en cartas al Che.
Fue grande en todos los sentidos, y todavía más, fue invencible. Vivió en agitación y peligro constante durante sus 90 años de existencia. Sobrevivió a más de 600 intentos de asesinato; desde el primero, en la cárcel de Boniato, después del Moncada, cuando envenenaron varias veces su comida, pero siempre fue alertado para que no se la comiera, hasta aquella fría noche en la Sierra Maestra, cuando durmió tapado con la misma colcha al lado del traidor Eutimio Guerra, a quien le faltó el valor para matarlo.
Sin contar las tantas tentativas después del triunfo de la Revolución: francotiradores, tabacos con veneno, un traje de buzo contaminado con hongos, explosivos, incluso, un químico para que se le cayera la barba, su símbolo de rebelde victorioso, por mencionar sólo las formas más exóticas ideadas para acallar su voz y hacer morir su ejemplo.
Hasta el año 2000, el general de división Fabián Escalante Fons había contabilizado un total de 638 complots para acabar con la vida de Fidel; algunos tan sofisticados como los mencionados y otros improvisados, pero frustrados en su totalidad.
Suerte, casualidad, predestinación, misticismo… de todo un poco. Lo cierto es que Fidel superó esos malévolos planes y falleció de muerte natural el 25 de noviembre de 2016, hace hoy siete años. Partió a reunirse con Martí, Bolívar, Chávez y tantos otros próceres latinoamericanos, el mismo día en que el yate Granma puso proa hacia Cuba, aquella tempestuosa noche de 1956.
«Fidel, Fidel, qué tiene Fidel que los americanos no pueden con él», así se coreaba en Cuba ante cada logro de la Revolución, ante cada proeza, cada hazaña o encontronazo de nuestro líder con el gobierno de los Estados Unidos. ¡Y no fueron pocos!, pues si algo le sobraba a Fidel era valor para decirle verdades y desafiar al poderoso vecino del Norte, al que no le temía ni un ápice, y no únicamente debido a su valentía personal, sino porque estaba convencido de que detrás de cada decisión suya había un pueblo dispuesto a secundarlo y morir si hiciera falta.
Esa era la mística de Fidel, su magnetismo, su capacidad de previsión, su fe inquebrantable en el triunfo de las ideas y, sobre todo, su capacidad de convertir los reveses en victorias.
Con siete fusiles y apenas un puñado de hombres, en Cinco Palmas, corazón de la Sierra Maestra, afirmó, plenamente convencido, que ahora sí ganarían la guerra; algo increíble dadas las circunstancias, pero dos años y días después de aquella profética afirmación, el 17 de diciembre de 1956, la cumplía y la dictadura de Fulgencio Batista era derrocada, abriéndose las puertas de la esperanza para millones de compatriotas.
En 1961 sacó de la ignorancia a más de un millón de cubanos, en una Campaña de Alfabetización inédita e irrepetible. Ese mismo año había derrotado, junto al pueblo, la invasión mercenaria por Playa Girón, y un día antes, el 16 de abril, había proclamado el carácter socialista de la Revolución.
Vaticinó que el futuro de Cuba debía ser de hombres de ciencia, y esa previsión suya permitió posicionarnos a la vanguardia mundial de la biotecnología y superar, con vacunas nacionales, el flagelo de la COVID-19, que tanto daño causó a la humanidad y tantas vidas cobró.
Su partida física provocó enorme consternación. Se iba el mayor ícono político de las dos primeras décadas del siglo XXI, el hombre que enfrentó todas las tempestades y salió siempre victorioso. Aquel que iba al futuro y regresaba para contárnoslo, el revolucionario que cuando sus fuerzas físicas menguaron no dudó en dejar todos sus cargos y quedarse con el de simple soldado de las ideas, para escribir sus valiosas reflexiones.
El Fidel fidelísimo, que aquí en Villa Clara, como en toda la isla, legó una impronta indeleble y cuyo ejemplo perdura en el corazón de los villaclareños, como aquel inolvidable 30 de septiembre de 1996, cuando llenó la Plaza en menos de 12 horas de convocatoria; o el 17 de octubre de 1997, al recibir en ceremonia solemne los restos del Che, a quien calificara como gigante moral, una denominación que a él también lo define.
Hoy, los tiempos son bien difíciles, tanto o más que aquellos que le correspondió enfrentar. No está físicamente; pero su ideario, vivo y latiente, ahora es más necesario que nunca, pues constituye fuente de inspiración y guía para la acción, sin que se convierta en dogmas.
No podemos permitir que Fidel se les desdibuje a las nuevas generaciones, cuya edad cronológica no les permitió contemplarlo en la tribuna o partiéndole de frente al peligro, ya fuere en el campo de batalla o ante un evento meteorológico devastador, y para eso no basta invocarlo en días luctuosos como su fallecimiento, o festivos como su llegada al mundo, el 13 de agosto de 1926.
A Fidel hay que verlo en cada obra que la Revolución emprenda y hacerlo de manera dialéctica, atemperando sus ideas al momento actual, sin anquilosarlas o sacarlas de contexto.
Fidel, junto a José Martí, es savia de la nación cubana. En sus nueve décadas enfrentó cientos de adversidades y salió ileso.
Lo acompañó siempre el apotegma del Apóstol de que «toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz», y cuando una vez le preguntaron si llevaba un chaleco antibalas, se abrió la camisa verde olivo y, mostrando el pecho, afirmó sonriente que su único chaleco era moral.