Niños míos, con la venía de sus besos me impongo fuerte a la vida. Brego por su placidez, por la meta diaria de que nazcan sus sonrisas, de que sus sabrosas carcajadas me inunden y salven del hastío. Gracias mis pequeñas estrellas por tanta luz e idolatría, por encenderme el alma.
Con su bondad he aprendido que tengo la felicidad bien cerca: en sus bracitos que abrazan tan pleno, en sus «mamá te quiero grande». Se que las buenas y edificadoras ideas florecerán en sus corazones, mis niños coraje, mis futuros héroes.
Se que necesitan muchos motivos y alegrías, incontables buenas prácticas a imitar, fe inquebrantable, oportunidades, alas y generosos vientos. Son lo sagrado e intocable; lo más valioso, que, por nada ni nadie, debe ser corrompido. Yo, desde su altura, miro el mundo y no veo mezquindades. Poco, o nada, importan religiones, partidos, géneros, razas o preferencias cuando sus pies pequeños agigantan mis esfuerzos.
Todo hombre obtiene la virtud de su infancia; de adulta me asumo como una niña inflada por la edad para cuajar juntos inocencia e ilusión. Encumbrarlos es la más cruenta y hermosa misión que he asumido; espero que mi entereza por ustedes me desembarace de cualquier pensamiento pretencioso, para entregarme siempre plena y desprejuiciada a la causa de verlos crecer levantiscos, lo más libres posible de la ignorancia y desidia que asfixia al mundo, mis niños de bien.
A ustedes, que contienen sueños y crecen genuinos, sin miedo a equivocarse, les encomiendo el futuro, el progreso, la creación, el altruismo, la paz. Emociónense, quiéranse, sueñen, construyan, empínense. Me atavío de su infancia y amor en este largo camino. La regalía de verlos felices es el mayor premio, la consagración.