El dulzor de las cañas y los bramidos de las reses que le acompañaron en la niñez, y en parte de la adolescencia y la juventud, fueron un recuerdo recurrente en Fidel Castro Ruz. Ese mundo rural lo había vivido en Birán, donde nació. No hay duda, como ocurre en todo proceso simbiótico, que contribuyó a esculpir la osadía de quien sería el líder máximo de la Revolución que reconfiguró, definitivamente, el tablero geopolítico en el entorno americano.
La influencia del medio en el hombre la recuerda María Julia Guerra, periodista e historiadora. La avanzada edad y algunos «achaques» le limitan los trabajos de campo que siempre realizó, plena de emociones y expectación. Pero el archivo mental de sus investigaciones y la documentación que la respalda, le permiten ilustrar las aseveraciones que hace.
En la sala de su vivienda, en la ciudad de Holguín, donde recibe a colegas y otras personas que se le acercan para puntualizar sucesos históricos, comenta al reportero la imposibilidad de la gente de Birán de ignorar la puja acerca de que ese sitio fue un cacicazgo sobre el que existen historias transformadas en leyendas, como la que narra que el cacique de allí era enemigo del cacique de Bitirí, y peleaban perennemente, hasta que este último fue derrotado.
«Ya esto sentaba un antecedente de bravura, motivadora de orgullo para los lugareños, para quienes sí queda claro que Birán fue una Prefectura Mambisa, o sea, una estructura básicamente de aseguramiento logístico para las fuerzas del Ejército Libertador que operaban en la zona, contra los soldados del poder colonial español. Se regía por las leyes de la República en Armas y tenía, entre otras dependencias, una Casa de Postas (correo) y una hojalatería. En 1897, el Prefecto era Ramón Meléndez, a quien sustituyó Federico Justiz».
Pasados los años, en 1914, en esos predios, tras comprar la finca Manaca, Ángel Castro, padre de Fidel, creó el batey Birán. «Paradójicamente, ese hombre recio que nunca olvidó su origen humilde fue uno de los soldados hispanos traídos a Cuba para enfrentar a las huestes libertadoras que quebrantaron el yugo colonial», expone.
María Julia recuerda que conversó sobre la apertura del batey con el destacado arqueólogo José Manuel Guarch del Monte. Para ser más precisa, acude al material que escribió entonces para el periódico Ahora, y es parte de lo recopilado años después en el libro Fidel Castro, como una espada reluciente.
Con los ojos posados en el relato impreso, señala que el investigador define al batey como autosuficiente, cosa rara de encontrar en otros bateyes. Todo se producía allí en una forma pequeña, pero suficiente para que pudiera suministrar los elementos básicos a la comunidad.
Contaba con un telégrafo desde el cual se podían pasar telegramas; una estafeta postal, muy poco común para un batey, incluso en uno más grande, no más desarrollado, de aquella época, le dijo.
No olvida que el arqueólogo tenía un acento de admiración al confirmarle: «Había una escuela, que no era pública, sino creada por el padre de Fidel para que pudieran recibir la enseñanza no solo sus hijos, a quienes podía mandar a cualquier lugar a estudiar, sino también los de la gente que vivía en el batey».
Tal vez porque está cansada o porque ordena los pensamientos, realiza una breve pausa. Al reanudar la conversación, aclara que sobre el altruismo de Ángel Castro hay muchas evidencias, y tan pronto pasa varias hojas del libro que sostiene, sugiere leer el párrafo que señala.
Le hago caso y me sorprendo citando a Fidel: «Mi padre era un terrateniente aislado, en realidad; de vez en vez algún amigo iba por allá, rara vez nosotros hicimos una visita; no salían mis padres como norma, no iban a visitar a otras familias en otra parte; estaban todo el tiempo trabajando allí, y nosotros estábamos todo el tiempo allí en relación única y exclusiva con los que allí vivían. Nos metíamos en los barracones de los haitianos, en sus chozas… Nunca en la casa nos hicieron un señalamiento: no te juntes con este o con el otro, jamás. Es decir, que no había una cultura de familia de clase rica o terrateniente».
Advierte que lo leído es un fragmento del libro Fidel y la Religión, escrito por Frei Betto. Y con la misma pasión, propone repasar citas de conversaciones del gigante barbudo con Gianni Miná, Ignacio Ramonet y Katiuska Blanco.
«Prefiero que exponga lo que usted misma ha percibido. No son pocas las personas vinculadas a Fidel con quien ha conversado», respondo, sin dejar de ser cortés.
De acuerdo. Un día me fui a Birán, a conversar con Dalia y Caridad López Tomás, Juan Socarrás Pérez, Martín Castro Batista, Pedro Pascual Rodríguez, Santa Martínez y Benito Rizo Hernández, quienes conocieron a Fidel en aquel entorno. Los testimonios los publiqué en el periódico Ahora, y también están compilados. Debes leerlos, como hiciste con lo dicho por Fidel a Frei Betto».
Otra vez no me puedo negar a su petición, y tomo el grueso ejemplar de Fidel Castro, como una espada reluciente. Leo algunos relatos. María Julia escucha con atención. Estoy seguro de que revive cada segundo de aquella lejana cita.
Dalia: «Él llegaba aquí y se iba con los demás muchachos para el charco El Jobo, se bañaban y volvían para aquí y cocinaban cerca de la casa».
Juan: «Cuando venía de vacaciones cazábamos mucho. Siempre andaba con una escopeta. A veces jugaba a la pelota. También le gustaba el boxeo. Siempre le gustaron las cosas con medida. Tenía mucho fundamento».
Martín: «Era socio de los haitianos. Aquí había como 60 o 70. Casi todos los obreros de aquí eran haitianos.
«Llegaba de vacaciones y enseguida le echaba mano al riflecito del sereno y se iba de caza. Era buen tirador».
Benito: «La vida de nosotros fue aquí. Nos bañábamos en la charca El Jobo todos los días. Fidel nadaba muy bien en el río, y también en la pelota era bueno, eso le gustaba. Era el pitcher de nosotros.
«En el río jugábamos gárgaro, que es que al que toca, se queda. El que nadaba poco, se quedaba, pero el que nadaba duro… Fidel nunca fue fácil de atrapar».
Pedro: «Era una gente espléndida, no tenía orgullo alguno por ser rico…».
Santa: «El viejo Ángel le daba a todo el mundo, pero parece que un día tenía pocas cosas en la tienda del batey y dijo que no la abriría, y allí había mucha gente. Entonces bajó Fidel y le dijo al padre: ¿Por qué usted no abre esa tienda y le está vendiendo a alguna gente? Tiene que venderles a todos, porque usted ha hecho el capital con todos los obreros que están aquí. Así que se les vende a todos o no se le vende a nadie. Hay que abrir la tienda. Y el viejo le hizo caso».
María Julia aprovecha el receso que hago para aclarar la voz y propone que me lleve el libro para que lo lea con calma. «Es obvio que Birán fue una fragua para Fidel», recalca en la despedida que aprovecha para proponer otro encuentro, con el fin de compartir detalles de investigaciones históricas recientes. (Germán Veloz Placencia)