Solo quien ha vivido la experiencia podrá aquilatar en su justa medida el ejercicio sumamente exigente de pararse frente al pueblo, mirarle a los ojos, y rendirle cuenta.
Más allá de la moral, la vergüenza y el prestigio que acompañen a quien esté en ese lugar, no es por eso menos complejo el hecho, porque el pueblo es un juez justo, transparente, pero sabedor, al fin, de los derechos que le asisten. También suele ser implacable.
Esa premisa es el primer paso para ponerse en los zapatos del delegado y entender, en el amplísimo diapasón que le reviste, el papel crucial de su gestión, al centro de nuestro sistema político y de la democracia participativa. Lo cierto es que ese ser humano, que asume por decisión popular y mandato constitucional la misión de representar a una amplia mayoría, abraza simultáneamente el deber de transparentar ante ellos su gestión, sin más atavío que su propia dignidad.
A mi modo de ver, siguen siendo estos conceptos incomprendidos, que llevan injustamente al delegado al banquillo de los acusados si falta el agua, si no han arreglado en siglos el bache de la esquina, si se atrasó la canasta familiar normada o el consultorio no reúne las condiciones para que el médico viva en la comunidad. Que todos esos problemas tienen que ser motivo de su preocupación y ocupación, es cierto, que tiene la responsabilidad de resolverlos, no.
Amén de que, en determinadas circunstancias muy puntuales, se ha involucrado al delegado directamente en la repartición o entrega de algún recurso, no es la administración en absoluto un aspecto que le competa. El delegado tampoco está facultado para manejar presupuestos, dar indicaciones a un funcionario, disponer la asignación de determinados bienes materiales a alguna persona en específico, u ordenar procesos logísticos. Eso lo sabemos, pero no pocas veces se nos olvida.
Lo que sí le toca al delegado es tramitar, convertirse en el eslabón mediante el cual llegan al conocimiento de las autoridades políticas y administrativas las problemáticas comunitarias. Es también un ente orientador, que aglutina y aúna voluntades y que, claro, por su pleno conocimiento de las particularidades de su circunscripción, es una fuente de obligada consulta para la toma de decisiones, a diversos niveles, que atañen a su comunidad.
Lógicamente, esto no es cualquier lugar, esto es Cuba y, por eso, la principal cualidad que, me atrevo a afirmar, tienen la mayoría de nuestros delegados, es su sensibilidad, la manera en la que sienten suyos los problemas de su gente. Lo resumo con las palabras que uno de esos valiosos representantes del pueblo me dijo una vez en una entrevista: «Ser delegado es mirar el cielo, saber que el aguacero es inminente, y sentir que se te aprieta el pecho porque sabes que en tu comunidad hay alguien a quien esa lluvia le va a mojar lo poco que tiene».
Y sí, puede que no sean todos, puede que existan excepciones, pero desde la experiencia que me ha llevado a estar de muchas maneras cerca de las estructuras del Poder Popular, puedo afirmar que la mayoría de nuestros delegados son de esa estirpe. De los que sueltan el plato de comida si un elector los llama, de los que, teniendo grandes problemas en sus casas, priorizan los problemas de los demás, de los que con valentía se paran en sus asambleas municipales y le cantan, al más pinto, las verdades que haya que decir, porque el compromiso con su pueblo está primero.
También es cierto que hay mucho que «no les toca», pero que asumen porque el sentido de pertenencia y la vergüenza revolucionaria y política les impiden mantenerse al margen.
Vivimos momentos particularmente duros, en los que las escaseces tocan a la puerta, y no solo a las de un hogar, sino a las de todo un país, que bajo presiones inimaginables tiene que desempeñar el más fino ajedrez para que cada ficha llegue al lugar correcto. En circunstancias como estas se prioriza lo esencial dentro de lo esencial, no por un gusto de nadie, sino por necesidad.
Nos corresponde entonces, como pueblo maduro y curtido en el sacrificio diario, mirar el proceso de rendición de cuenta con una perspectiva amplia y, sobre todo, clara, para que cumpla verdaderamente sus objetivos. Este no es un proceso para acribillar de planteamientos a nuestros delegados, porque a ellos tenemos acceso cada día, porque viven en el barrio, porque de seguro ya los han gestionado una y mil veces si es preciso.
Este es el momento de escuchar a quienes nos escuchan tantas veces porque, de seguro, no vendrán a ponerse al frente nuestro con postura triunfalista: vendrán a rendir cuenta, y esa sola frase nos habla de autocrítica, de reflexión, de intercambio sincero. Aprovechemos el momento para mostrarles, si se lo han ganado, nuestro respaldo. Pensemos de conjunto lo que todavía podemos hacer desde este lado, para contribuir a su gestión, para hacerla más efectiva y también más humana.
La comunidad necesita al delegado, pero en igual medida el delegado necesita a esa comunidad. El pueblo no se equivoca; cuando elige lo hace con sabiduría, con determinación. Entonces, las personas a quienes dimos más que un voto, la confianza que parte de la representatividad, tienen que ser dignas, éticas y moralmente pulcras; de lo contrario, no serían merecedoras de ocupar ese lugar. Si ya lo ocupan, es porque tales cualidades les habitan y, de no ser así, tiene el pueblo todo el derecho constitucionalmente refrendado de revocar su decisión.
Pero si la elección ha sido correcta, como mayoritariamente sucede, detengámonos a pensar entonces la manera de contribuir a su crecimiento, de edificar juntos la comunidad que queremos, que es también país.
No es este un llamado a prescindir del espíritu crítico en las reuniones, ni a callarnos lo que debe ser dicho, ni a cohibirnos del señalamiento necesario que, si es por demás oportuno y bienintencionado, abrirá pautas de aprendizaje y crecimiento mutuos.
Pero para que ese clima sea posible, debemos entender también que no porque el delegado rinde cuenta es el único responsable del proceso. Solos no pueden, aun cuando sean de esos que «mueven un mundo», como decimos de la gente inquieta y emprendedora que no se da por vencida.
El proceso de rendición de cuenta hay que verlo, sentirlo y asegurarlo como lo que es: un proceso popular, que involucra a todos los factores comunitarios y a otros tantos fuera de ese ámbito.
No olvidemos nunca que siempre habrá preguntas que el delegado no podrá responder, no por incapacidad o desconocimiento, sino por competencias, y también habrá que evacuar esas dudas, aunque no sea ese el eje central del proceso.
Tampoco dejemos de lado los cañones mediáticos, ideológicos y subversivos que ya deben tener sus mirillas apuntando al proceso, para intentar, como siempre, desacreditarlo, restarle validez y, sobre todo, credibilidad.
Puede que mi punto de vista no sea el más autorizado, pero como lo veo, este es uno de esos procesos que le demuestran al mundo, y mejor que eso, a nosotros mismos, dónde radican las esencias del sistema que hemos elegido.
No cometamos la injusticia de medir al delegado por aquello que está fuera de su alcance. Valoremos, como hemos aprendido en más de seis décadas de Revolución, aquello intangible que dice mucho más que lo palpable.
Estoy segura de que muchos coincidirán conmigo en que los que asumieron la responsabilidad, a sabiendas de lo que implica, los que no se dejan aplastar por las dificultades y siguen creando y haciendo en su comunidad, los que encaran a quienes pretenden evadir su responsabilidad con el pueblo, los que no canjean por nada su integridad, esos delegados, merecen la reverencia y el respeto más absoluto: el que se gana a golpe de ejemplo. (Leidys María Labrador Herrera)