El bautismo de fuego de los 82 expedicionarios del yate Granma en Alegría de Pío es uno de esos hechos tremendos que lo confirma. En ese paraje inhóspito de Niquero, a orillas de un cañaveral, los bisoños revolucionarios liderados por Fidel enfrentaron su primer fracaso frente al enemigo. Era el 5 de diciembre de 1956, y apenas habían transcurrido tres jornadas del desembarco azaroso por Los Cayuelos.
Allí, tras duras jornadas de caminata lenta y penosa, sin comida ni agua potable y con poco descanso, fueron sorprendidos por el Ejército batistiano con un fuego intenso y el asedio brutal de la aviación, que cobró la vida de los primeros rebeldes, causó heridas a otros y provocó la dispersión de la incipiente tropa en 28 grupos.
De aquel trágico momento escribió el Che en su libro Pasajes de la Guerra Revolucionaria: «Allí vi al gran compañero Raúl Suárez, con su dedo pulgar destrozado por una bala, y Faustino Pérez vendándoselo junto a un tronco; después todo se confundía en medio de las avionetas que pasaban bajo, haciendo algunos disparos de ametralladora, sembrando más confusión en medio de escenas a veces dantescas y a veces grotescas…».
Sin embargo, en medio de la «lluvia de fuego» y de la incitación de los soldados de Batista para que los sitiados se rindieran, se oyó una voz enérgica que exclamó: «¡Aquí no se rinde nadie!», seguida de una «palabrota», como la definiría el Che.
Era el entonces expedicionario Juan Almeida Bosque, cuyo grito de guerra sirvió de inspiración para otras batallas de los rebeldes, y luego, para refrendar la voluntad de un pueblo en Revolución, que por más de seis décadas ha hecho suya esa convicción inquebrantable de no rendirnos, por duros que sean los tiempos. (Mailenys Oliva Ferrales)