Fuego de libertad

Aquel 12 de enero de 1869, la indignación de los bayameses se desató como un torrente de lava, fluyendo de hogar en hogar, desde las viviendas de los más acaudalados hasta los rincones humildes de los menos favorecidos.

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Pintura sobre incendio de Bayamo
(Foto: Obra de Nelson Domínguez)
Tomado de la edición digital del periódico Granma
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13 Enero 2025

Hay días que se encienden en la memoria colectiva. Así fue el 12 de enero de 1869, cuando la ciudad de Bayamo decidió convertirse en cenizas, en un mar de llamas, un sacrificio extremo y, a la vez, un acto monumental de resistencia y patriotismo. Este episodio de la historia de Cuba, acaecido hace 156 años, devino chispa que encendió el corazón de una nación, en la búsqueda de su libertad.

Bayamo, la primera capital de Cuba libre, se había convertido en el centro neurálgico de la revolución independentista, a partir de su toma por las fuerzas patrióticas, bajo el mando de Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo, el 20 de octubre de 1868, a diez días del grito en el ingenio La Demajagua. Por eso, para la Colonia era vital dominarlo y arrancar de una vez, por los medios que fueran necesarios, el sentimiento de libertad.

Sus pobladores se enfrentaron a una decisión desgarradora: abandonar su esencia o ser presa de la codicia del enemigo. Aquel 12 de enero, los habitantes se reunieron con una mezcla de susto y determinación. Un fuego interno, más poderoso que cualquier llama, los llevó a tomar la decisión dolorosa de incendiar sus hogares; un sacrificio que, en el eco del tiempo, resuena como un canto de gloria.

La plaza, que había sido testigo de victorias, se convirtió en un escenario de deliberación. «¿Qué hacemos?», parecían preguntar sus corazones agitados. La voz del pueblo se alzó, resonando en los discursos de líderes como Joaquín Acosta y Perucho Figueredo, quienes, con fervor, instaron a tomar las armas del fuego contra el invasor.

Este último convocó a una reunión en el salón principal del ayuntamiento municipal. La voz de Figueredo fue alta y transparente: «No tenemos fusiles ni balas para enfrentar nuevamente al enemigo. No queda otro camino que inmolarlo todo, absolutamente todo».

La indignación de los bayameses se desató como un torrente de lava, fluyendo de hogar en hogar, desde las viviendas de los más acaudalados hasta los rincones humildes de los menos favorecidos. Muchos, como chispas en un barril de pólvora, abrazaron la misma decisión: ¡Prenderle fuego a Bayamo! Así se forjaba la rebeldía de un pueblo que, como un fénix, se negaba a ser encadenado por la opresión.

Mientras hablaban, el aire se cargaba de esperanza y de tristeza; de añoranza por lo que se iba, pero también de una vibrante certeza de que la libertad a la que aspiraban necesitaba un alto precio.

El palpitar de sus corazones se hizo fuego en manos valientes. Pedro Manuel Maceo fue el primero en encender la mecha, seguido de figuras emblemáticas que no dudaron en sacrificar todos sus bienes. Las llamas comenzaron a consumir lo que una vez fue hogar, refugio. Aquella escena desgarradora, sin embargo, se transformó en un testimonio de amor a la patria: «Preferimos el dolor al sufrimiento de ser esclavos», cristalizaban los moradores.

Así, Bayamo se convirtió en un cernidor de cenizas, un vasto campo de heroísmo en el que lo material se desvanecía y lo inmaterial florecía.

La ciudad ya no sería la misma. Un estudio de los investigadores Rafael Rodríguez e Idelmis Mary Aguilera reveló que más del 86 % de la urbe se destruyó. Se perdieron 26 ingenios, más de mil casas, el teatro y la mayor parte de las iglesias. En el centro solo quedaron ilesas algunas propiedades, como la casa donde había nacido el Padre de la Patria, Carlos Manuel de Céspedes, y la capilla anexa a la Catedral.

Las llamas no solo devoraron madera y ladrillos; consumieron el miedo y la opresión, liberando un fervor que sigue vivo en la memoria nacional. Esas noches a la intemperie se hicieron soportables, porque el abrigo de la libertad estaba en el horizonte.

Los días posteriores al incendio transcurrieron en un silencio profundo, impregnados por el lamento de lo que se había perdido. Sin embargo, a pesar de la tristeza, la ciudad-nación se mantuvo firme. A través del humo que se cernía en el aire, los bayameses inhalaron un espíritu de resistencia. Aunque la ciudad quedó devastada, la transformación de aquel evento dio origen a un ideal poderoso que todavía resuena en los corazones de los cubanos.

Es cierto que se desvanecieron muchos de los cimientos de la urbe, pero en su lugar, florecieron virtudes, un fervor patriótico y una voluntad inquebrantable por conquistar la libertad. Más que destruir, las llamas forjaron un carácter indomable en el pueblo. Cada lágrima derramada, cada sacrificio tejió un hilo de heroísmo que entrelazó por siempre a las sucesivas generaciones. No fue solo un incendio, fue el nacimiento de una identidad forjada en la lucha y en la renuncia. (Anaisis Hidalgo Rodríguez)

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