El sol de la mañana del 10 de octubre de 1868 acaricia la explanada del ingenio La Demajagua. Mientras se daban los últimos retoques al Manifiesto que sería la partida de nacimiento de una nación, los tambores de los esclavos, liberados por la conciencia de su amo, Carlos Manuel de Céspedes, marcaban un compás de guerra y libertad. Esta vez no era un ritmo africano, era el latido de un país que se proclamaba libre.
A la primera luz se congregaron casi 200 hombres, muestra de la Cuba venidera: blancos, negros, mulatos, terratenientes, comerciantes y libertos.
Mal armados, pero sobrados de valor, escucharon a aquel hombre de verbo prendido. Céspedes, con movimientos enérgicos, declaró libres a sus esclavos y los invitó a sumarse a la lucha por la independencia. Las manos, unas callosas por el machete, otras finas por la pluma, se aprietan en un mismo propósito.
«¿Juráis vengar los agravios de la Patria?» Un trueno unánime responde: «¡Juramos!» .«¿Juráis perecer antes que retroceder?»
El coraje estalla de nuevo: «¡Juramos!». El olor a melaza se mezcla con el sudor y la pólvora. El juramento que siguió, coreado por la multitud, selló el pacto.
Céspedes, a su vez, hizo una promesa que traspasaba los límites de la vida: les acompañaría hasta el final, y si moría primero, saldría de la tumba para recordarles su deber y el odio al colonialismo español. Eran palabras de una fuerza quijotesca y profética, destinadas a cumplirse en los años sangrientos que sucederían.
Aquella mañana, con ese acto, Céspedes y sus compañeros no solo prendieron la mecha de una guerra; cortaron el nudo gordiano de las contradicciones que estrangulaban a la Isla, y así desafiaron la esclavitud, cuestionaron el orden colonial y forjaron, en el calor del juramento, los cimientos de una identidad nacional cubana.
El Grito de Yara, que pronto resonaría, había nacido aquí, en La Demajagua, como un acto de radical definición independentista. La gesta libertaria de las Antillas, iniciada en Haití, encontraba su eco en Cuba. El ingenio azucarero, símbolo de opresión, se convierte en cuna de la rebelión. Almas de todas las razas se funden en una sola: el alma de la Patria.
El grito ensordecedor que nace en el Oriente comienza a recorrer la Isla. Es el 10 de octubre de 1868. La guerra ha comenzado. La Revolución comienza a escribirse.
A 157 años de aquel histórico repique, la campana del ingenio La Demajagua sigue sonando en cada amanecer que desafía la opresión, en cada gesto que prefiere el riesgo de la libertad, a la comodidad del silencio. Su eco fundacional late en el corazón de la Patria, recordándonos que toda gran obra comienza con el valor de un primer día. (Anaisis Hidalgo Rodríguez)