Cada mujer tiene la fortaleza de la roca que no cede ante el beso perenne de las aguas. La ola que viene y va, con la furia salada del mar, solo logra moldearla, perfumarla con salitre, pero ella sigue ahí, erguida y hermosa, arropada con el azul infinito, como el traje majestuoso de la reina.
Cada mujer es como un templo que renace en medio de sus cenizas, como una hoguera que no se apaga y alumbra. Cada mujer ha probado el amargo de la existencia y la maravilla del amor. Cada mujer resucita de entre sus propias tinieblas.
Con dolor, la vida se abre paso entre sus entrañas. La cabeza de la criatura por nacer taladra la pelvis, desgarra la carne, mientras el cuerpo se retuerce. Cuando al fin logra cruzar el camino angosto que por un tiempo solo produjo placer, unos labios de madre lo besan, esos mismos que temblaron por más de nueve horas de tanto sufrir.
Una mujer asoma sus ojos al microscopio, busca las respuestas en la ciencia, crea una vacuna. Esa misma mujer, siglos atrás, debía conformarse con el laboratorio de su cocina o ponerle bigotes a su nombre y esconder en pantalones de macho su talento. Ahora llega cansada a su casa luego de tanto crear la maravilla, pone la bata blanca en una esquina, se recoge el pelo y la misma cocina de siempre, preñada de platos, vasos y calderos, le da la bienvenida.
Una mujer camina sola y no tiene miedo. Una mujer se seca el sudor y doblega la caña a golpe de machete. Una mujer se acaricia los pies deshechos antes de calzarse la zapatilla y convertirse en cisne. Una mujer alimenta a la madre que un día la enseñó a comer. Una mujer lanza dos cubos de agua en el piso de la sala, sazona los frijoles, tiende un cordel de blanquísimas sábanas.
Una mujer desnuda se eriza ante el roce de otro cuerpo. Una mujer se pone los tacones y el vestido rojo. Otra, prefiere la cara lavada y los tenis con jeans. Una mujer cría a otra mujer que nunca será princesa. La prefiere fuerte y guerrera. Como la roca en medio del mar: erguida y esbelta. Inmensa.