Tentar al diablo

Tentar al diablo, jugar con el peligro, querer la adrelanina de estar con un pie en este mundo y el otro... Ninguna imagen es suficiente para criticar las indisciplinas de algunos  villaclareños mientras la tormenta subtropical Alberto azotaba el territorio. 

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Yinet Jiménez Hernández
Yinet Jiménez Hernández
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04 Junio 2018
Ilustración de Martirena
(Ilustración: Martirena)

Hay quienes no creen en esa vieja frase de tentar al diablo. Claro, porque son los más valientes, los más osados, porque les gusta la adrenalina de estar con un pie en este mundo y en el otro… ¡Imagí­nense! Incluso, pueden ser los protagonistas de videos extremos que circulan en la Internet. Por el contrario, si no fueran internautas adictos a la lluvia de clics, quién sabe el por qué prefieran animar al vecindario, en vivo y en directo.

¿Quién duda de que Pedro pueda nadar en aguas turbulentas mientras cae el mismí­simo diluvio sobre su cabeza? ¿O que Mario hiciera un pacto con la muerte, luego de haber cruzado a caballo el rí­o Sagua la Chica minutos antes de su más terrible crecida? Nadie. Como nadie dudarí­a del nuevo nacimiento de la joven que admiraba la furia del Zaza y que logró evadir a la pelona ante la caí­da del puente. Afortunada ella.

No hay otra interpretación de los hechos: aman el peligro. Tener el agua hasta el cuello, literalmente. Pero tender las manos bien alto para que el celular esté a salvo y grabe los destrozos del fenómeno. Porque dichos ciudadanos también son reporteros, mas reporteros con dos tragos de más. Y después, al final de esa fiesta irracional llegan los lamentos.

¿Cuántas muertes por irresponsabilidades han causado los eventos meteorológicos en Cuba? ¿Cuántas familias deshechas por la pérdida de algún ser querido? Pero en ese momento, la lluvia nubla el raciocinio y la emoción desordena los sentidos. Entonces, eso de no tocar cables caí­dos, no cruzar arroyos ni rí­os crecidos y cumplir las orientaciones de la Defensa Civil, se interpreta como teque, como sabidas menciones radiales y televisivas.

Las lluvias asociadas a la tormenta subtro pical Alberto llegaron a la región central para avivar en algunos ciudadanos la más elevada indisciplina. Así­, con todas las letras. Personas deambulando por las calles en medio de las tormentas locales; campesinos pescando a mano limpia las clarias descarriadas, cual espectáculo circense, y otras historias preocupantes. Todo ello quedará guardado en el lente de nuestros corresponsales y en la memoria de otros que casi infartan al ver semejante provocación.

Sin embargo, ninguno de los desobedientes pensó en la otra parte del asunto. Allá fueron las brigadas de salvamento y rescate a evitar que la imprudencia concluyera en mortuorio. Que las almas curiosas satisficieran su sed de novedad con un susto de vida o muerte. Que la cuasi catástrofe atmosférica alimentara su furia con vidas humanas.

Pocos piensan en momentos así­ que los rescatistas también arriesgan su vida; tampoco en que, por azar, en ese segundo algunas familias, atascadas entre las ruinas de su casa, estén esperando la oportunidad de estar a salvo.

Mientras, otros tantos hubieran podido ahorrarse la desgracia, que comenzó en diversión. En las calles inundadas, algunas insalubres por los desechos, también fueron vistos menores de edad. Ya sea por perderse de vista o amparada la travesura por sus progenitores, muchos niños estuvieron expuestos a potenciales peligros. Los garantes de su tutela debieran recibir más que el sermón moral de la maternidad y paternidad responsables, del ser coherente.

Es menester que existan medidas concretas para todos los que transgredan la lógica en caso de desastres, y no mí­nimas sugerencias. Esa resulta la única manera de que los infractores hagan un examen de conciencia, de que produzca un resultado social y evite angustias previsibles. Es que hay una verdad absoluta que va más allá de las mí­sticas interpretaciones de la savia popular: no siempre alguien tienta al «diablo » y sale ileso.

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