Llenémonos de bondad

Trabajemos juntos porque el bullying no se haga un hecho cotidiano dentro del aula y centro de estudio.

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Claudia Yera Jaime
Claudia Yera Jaime
1829
20 Septiembre 2018

Sheila está un poquito pasada de peso, usa espejuelos y dedica el recreo, escondida en una esquina del aula, a leer libros de aventuras. Julio lleva zapatos ortopédicos; Carlitos, brákets. Marian ora antes de dormir y va al culto el domingo. Roger tiene preferencias sexuales diferentes de sus compañeros de albergue. Todos sufren el peso de la desemejanza y en más de una ocasión han sido blanco del acoso fí­sico o psicológico consciente, de sus homólogos, en el centro de estudio.

Ilustración de Alfredo Martirena sobre el bullying.
(Ilustración: Alfredo Martirena)

No hablamos de ví­ctimas crónicas ni maltratadores potenciales, sino de niños, adolescentes y jóvenes que practican, reciben, observan o instigan al maltrato. No les importa que lo denominen bullying, violencia o maltrato entre pares; les atañe que duele, desgarra y deja marcas imborrables.

Ansiosos, depresivos y de baja autoestima, muchas veces escapan del radar del profesor, que los regaña por llorar sin razón aparente, tartamudear o intentar golpear a otros niños como respuesta corajuda y furtiva a la intimidación.

En casa, mamá y papá apenas tienen tiempo para «inventar » comida, preparar el baño y revisar las tareas. Eluden que continuamente su prí­ncipe llega con hambre porque le han comido la merienda o quitado las monedas (hecho que calla); que tiene pesadillas, se orina en la cama, y esgrime perder sus cosas por descuidado y caerse continuamente como respuesta a los golpes, rasguños y ropas raí­das.

Pero no son las únicas ví­ctimas; quienes maltratan   se perciben como menos eficientes académicamente y suelen presentar baja empatí­a afectiva.   Coléricos y con incapacidad para adaptarse, proyectan su sentimiento de inferioridad haciendo menos a otros, disfrazando de valentí­a las carencias del alma.

De trasfondo: conflictos familiares, malos ejemplos, núcleos autoritarios donde predominan la coerción, los castigos fí­sicos, la ausencia de control, la falta de comunicación, el respeto y los patrones estables de convivencia.

Parar la sarta de empujones, patadas, puñetazos y agresiones de todo tipo; los insultos, apodos y el ostracismo inducido para fomentar la inseguridad y el temor, nos concierne a todos.

La solución debe involucrar a la escuela, la familia y la comunidad. No basta con trabajar con el agredido y el agresor; prima reeducar para eliminar la cultura de silencio, tolerancia y validación de la violencia.

Estrategias de comunicación efectivas evitarán la vergí¼enza, la represalia y los malos hábitos. En un paí­s predominantemente   machista, los padres deben ser más comprensivos y atentos, ceder en la presión familiar y aprender que los niños también lloran. Ser «machos » no les quita la condición de sentirse demasiado débiles para defenderse. A los educadores, les toca poner mayor vigilancia a los cambios en la conducta, el humor, el rendimiento escolar y la sensibilidad.

Trabajemos juntos por que el bullying no se haga un hecho cotidiano dentro del aula, centro de estudio o comunidad. Hagamos del arte, el deporte y la diversión regeneradores puros del ser humano. Luchemos para que Sheila no tenga miedo a disfrutar de Julio Verne en público, por que Julio y Carlitos sean incluidos en los juegos de mesa, para que Marian sea respetada por su creencia y Roger no vea caer su taquilla del tercer piso. En el pecho nos late un corazón; llenémoslo de bondad y dejemos que su latir nos haga cómplices.

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