El cuento de los tres pesos

Algunos dí­as eso de moverse hasta el trabajo es una verdadera complicación. Lo que nunca falta son las historias de terminales.

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Dayana Darias Valdés
4221
05 Noviembre 2020

Eran casi las 8:00 a.m. en Placetas. La terminal, como todos los dí­as a esa hora, dibujaba una silueta de sombras que se veí­an a lo largo del portal.

Camión a Santa Clara gritó una señora que salí­a desde las profundidades de la terminal.

Sencillo, sin mucha cola ni relajo, montamos en el camión. Todo normal: el olor a humedad, los asientos reducidos, el tubo que plácidamente se acomoda a la espalda, y dos o tres personas de pie. Tí­pico.

Todo el mundo sacando los tres pesos exactos, que no tengo cambio dijo el chofer en un intento camuflado por dar los buenos dí­as.

Tranquila, busco en mi bolsillo los pesos sueltos que me dejan en la casa para el pasaje. Tres monedas de 20 centavos, por si viene la guagua Zulueta-Santa Clara, un billete de cinco pesos, por si pasa alguna Yutong, uno de diez, por si hay que coger camión de pasaje y de casualidad, un «Che » que mi papá habí­a dejado sobre la mesa.

Tomo la moneda y tonteo con su redondez mientras el chofer sube y empieza la ronda de cobros.

Los tres pesos exactos

Empieza el cotorreo, se sienten los zippers resonando, el chasquido de las jabas de nailon dentro de los bolsos. Un señor que con billete de diez pesos y aquello de «Cobra tres y quédate con el cambio ».

Una de las señoras a mi costado comienza con sus quejas, que poco a poco van subiendo de tono.

Si va a cobrar tres pesos, tiene que tener cambio y, si no que cobre a diez, que es lo mismo.

Sigo jugando con la moneda entre mis manos mientras el chofer replica. «Este camión está saliendo en lugar de la guagua, y lo que hay que pagar son tres pesos, yo no puedo estar cambiándole a todo el mundo ».

Vuelve la señora:

Tiene que tener cambio, porque yo lo que tengo es un billete de 50, ¿qué hago?

Otro señor en el fondo del camión:

Caballero, que nunca se queda bien, si es a diez se quejan de los precios y si es a tres se quejan también.

Debo confesar que solté alguna risita pensando en aquello de que «el cubano no tiene lí­mites ». En medio del barullo, cada vez más ligero, el chofer se me acerca y yo extiendo la mano para pagarle con mi «Che ». Así­, sin más que un «clin » dejé caer la moneda al suelo, y ella cantando con su voz metálica se coló por el agujero de la puerta. Con la expresión más parecida al desasosiego que mi cara se sabe, miré al chofer:

Tome cinco

No tengo cambio respondió.

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