Mi vecina de 9 años estrenó un smartwatch en su primer día de clases. Según sus propias palabras, ella lo necesita para calcular operaciones matemáticas, medir su tensión arterial, conocer cuántos pasos realiza en un día y, por supuesto, para estar al tanto de la hora. ¡Como hecho a su medida!, la pulsera es rosada, con brillos, y —¡obvio!— el suyo opaca a todos los antes vistos por sus inocentes ojos.
Mientras la escucho chacharear con tanto dominio sobre su reloj inteligente, sus audífonos inalámbricos y el teléfono móvil, sólo atino a sonreír con disimulo y me siento tan vieja como la momia de Tutankamón. Con apenas 25 primaveras, ya integré el grupo de los que recuerdan sus tiempos de adolescente y se sorprenden con cuánto ha cambiado todo desde ese entonces.
Ahora las antiguas casas de estudio mutaron al ámbito digital para convertirse en grupos en WhatsApp; los profesores comparten la bibliografía de cada asignatura por Telegram y aclaran las dudas mediante mensajes de audio, mientras los estudiantes acuden a «san Google» hasta para consultar una regla ortográfica. ¡Una invasión tecnológica!
Más allá de la predilección por las redes sociales como fuente de entretenimiento y evasión, los móviles, tablets, computadoras y otros similares han colonizado prácticamente la totalidad de los procesos rutinarios, incluida la educación de nuestros hijos.
Desde el hogar, los mayores facilitan el acceso a Internet en edades tempranas y enseñan a los casi bebés a navegar por Youtube para buscar su canción favorita. Ver a un niño de un año escogiendo un video entre millones resulta sorprendente y hasta enorgullece a cualquier padre; pero, ¿es conveniente?
Este año, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) incluyó en su «Informe de seguimiento de la educación en el mundo» lo relacionado con la utilización desmedida y descontrolada de la tecnología en la formación de las nuevas generaciones. En el documento, la entidad insiste en cuatro interrogantes: ¿Es adecuada? ¿Es equitativa? ¿Es ampliable? ¿Es sostenible?
Si bien el manejo de dispositivos inteligentes y de Internet mejora la enseñanza en algunos contextos, los estudios al respecto evidencian que dichos beneficios desaparecen cuando el alumno los emplea en exceso o en ausencia de un docente calificado.
Los teléfonos inteligentes constituyen un claro ejemplo; aunque la mayoría de los países permiten que se les utilice en las escuelas, representan una peligrosa distracción, tanto para el aprendizaje como para el fomento de habilidades sociales.
No obstante, la preocupación sobrepasa el factor intelectual e, incluso, abarca el componente económico. Según el informe presentado por la Unesco el pasado 26 de julio, la transición acelerada hacia el aprendizaje en línea durante la pandemia de COVID-19 obvió a más de 500 millones de estudiantes en todo el mundo, principalmente a los más pobres y a los pobladores de zonas rurales.
Desde 2019, la instrucción requiere una conectividad significativa; sin embargo, ¿qué sucede con los colegios rurales o los estudiantes carentes de recursos para comprar un móvil con línea telefónica o una red wifi? El mismo texto aclara que «una plena transformación digital de la educación con Internet en las escuelas y los hogares costaría más de mil millones al día sólo para funcionar».
Como expresó en una entrevista Audrey Azoulay, directora general de la Unesco, «la revolución digital tiene un potencial inconmensurable»; no obstante, así como se ha alertado sobre la necesidad de regularla, se debe evitar su aplicación excesiva en la educación.
«Su utilización debe ser para mejorar las experiencias de aprendizaje y para el bienestar de estudiantes y docentes, no en detrimento de ellos. Se deben colocar primero las necesidades del alumno y el apoyo a los maestros. Las conexiones en línea no reemplazan la interacción humana», agregó.
Quizás mi preferencia por hojear un libro, en lugar de navegar en Wattpad, demuestre un conservadurismo radical. La tecnología sí nos ofrece un sinfín de bondades, pero también atenta contra nuestra capacidad de razonar y de esforzarnos para lograr un fin.
¿Tenerlo todo al alcance de un clic nos ayuda o nos perjudica? ¿Podemos vivir sin conexión? ¿Facebook, WhatsApp o Google sustituyen el contacto con las personas a nuestro alrededor? ¿La educación de nuestros hijos debería depender tanto de una pantalla táctil?