Cien minutos con Fidel

El periodista José Antonio Fulgueiras evoca los recorridos de Fidel que cubrió como reportero de Vanguardia y otros momentos en los que hubiera querido estar junto al Comandante en Jefe en Villa Clara.

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Fidel conversa con la prensa en el pedraplén de Caibarién a cayo Santa María.
Fidel conversa con la prensa en el pedraplén de Caibarién a cayo Santa María. (Foto: Archivo de Vanguardia)
José Antonio Fulgueiras
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13 Agosto 2025

No abrigo la dicha del periodista Ignacio Ramonet con sus Cien horas con Fidel, ni siquiera las de otros colegas que lo acompañaron en giras internacionales o en las Mesa Redonda.

La mía la encuadro en el reeportero del periódico Vanguardia, con las limitaciones implícitas y explícitas del periodista de provincia.

Siempre lamentaré no haber estado cerca de él en tres de sus visitas cumbres a Villa Clara. Cuando lo del ciclón Kate, en 1985, yo estaba en Angola, en las funciones de corresponsal de guerra. La noticia devastadora me llegó tan endemoniada como debieron ser sus ráfagas.

A los pocos días recibí una carta con un recorte del periódi­co Vanguardia donde aparecía Fidel, entre la Isabela y Sagua, a escasos 500 metros de mi casa campesina. «No hay víctimas que lamentar» —dijo—, y eso es lo importante. «Las viviendas se irán levantando. Nadie quedará desamparado», reiteró. Lo demás, por la emoción, no lo pude leer.

Mi segunda ausencia fue en el 2000, cuando ganamos por vez primera una sede del Acto Nacional por el 26 de Julio. Desde Gambia, en África, escribía crónicas e hilvanaba mi libro El perfume de las raíces. Ya existía Internet y mis colegas me describieron un Fidel muy contento que definía a los villaclareños como vencedores de obstáculos y dificultades.

La tercera: La horrible caída en la plaza Ernesto Che Guevara. Por una televisora venezolana vi la imagen. «¡Se cayó, pero se levanta ahorita!», dijo un chavista a mi lado y todos allí lo aplaudieron. En ese momento desconocía que para ellos la palabra ahorita significa para nosotros ahora. El hombre lo aclaró con esta frase profética y cumplida: «Lo homérico es mostrar cómo te levantas, no cómo te caes».

En mayo de 1989 lo acompañé en un recorrido que se inició por las obras del molino de El Purio, canal trasvase de Pavón y las bases de campismo de Ganuza y El Salto. Se mostró satisfecho de cuanto se había realizado, y felicitó a los villaclareños por el éxito de la zafra y el aporte de 50 000 toneladas extras.

 

En Corralillo se despidió de nosotros, y Pepe, el fotógrafo, me obsequió una instantánea en el momento en que él me daba la mano. Se la mostré a mi mamá y le inventé: «Mira, aquí Fidel me felicita por el reportaje que hice de su visita». Y ella desde la astucia campesina me refutó irónicamente: «Es verdad que Fidel ve el futuro, te felicitó por un reportaje que aún no habías escrito».

Una rujiada azotó a Jibacoa en junio de 1988 y el caserío quedó prácticamente sepultado por las aguas. Fidel, acompañado del presidente afgano Najibullah, desafió la impronta fluvial y fue donde estaban los evacuados. La gente sorprendida y esperanzada recibió el aliento de quien más lo necesitaba.

Mas, para mí, en particular, el momento que nunca voy a olvidar junto a Fidel fue en 1996 en las arenas de la playa Santa María, enlazada por el pedraplén de Caibarién.

Él miraba al mar y a mí se me ocurrió decirle: «Oiga, Comandante, ¿usted se acuerda de las millas que nadó aquel día en que por poco se ahoga?».

Al instante me percaté de que había sido una pregunta imprecisa e inoportuna. Nada tenía que ver con el diálogo de las inversiones extranjeras, las posibilidades del turismo o el desarrollo de las redes hoteleras.

Mi interrogante no venía al caso. O sí venía para mí, pues al verlo tan cerca del mar, retrocedí en el tiempo y lo imaginé braceando en busca de la orilla que no aparecía dentro de un mar plagado de tiburones, con las olas encrespadas y el cansancio en los brazos y en los pulmones.

Tan pronto la pregunta le llegó al oído, se viró para mí y me localizó dentro de las redes de periodistas. Partió a mi encuentro y cuando me tuvo a menos de un metro se interrogó y ripostó resuelto: «¿Ahogándome yo? ¡Yo nunca me he estado ahogando!».

Me sentí desarmado frente al hombre más grande del mundo. «Yo lo leí, Comandante», le esquivé entre el sol, la imprudencia, la playa y el desconcierto.

Entonces su ayudante, me tiró un cabo salvador: «Jefe, él se refiere a la expedición de Cayo Confite».

«¡Ah!, dijo, eso ocurrió en 1947, cuando preparábamos una expedición en Cayo Confite para liberar a Santo Domingo. No me dejé arrestar por cuestión de honor y me lancé al mar y nadé hacia la costa de Cayo Saetía». Y no dijo más.

Lo cierto es que me vi de pronto caminando al lado de Fidel. Con sus 70 años en las piernas dignas caminaba más rápido que yo sobre la arena movediza: ¿Coño —Fidel—, me dije, ¿quién te puede ganar a ti?

Recordé, entonces, que había leído el hecho en una entrevista de Arturo Alape. Fidel en aquel momento cursaba el tercer año de la carrera de abogado y era presidente de la Escuela de Derecho. Su ideal internacionalista lo enroló en esta expedición de los revolucionarios dominicanos, y en los entrenamientos de Cayo Confite pasó de soldado a jefe de una compañía. Por contradicciones entre el gobierno de Grau y el Ejército se ordenó el arresto de todo el grupo, y Fidel, al conocer la noticia, prefirió morir en las fauces de un tiburón en la bahía de Nipe que ser un inmoral prisionero.

Intenté variarle el tema de la conversación sobre los logros de Villa Clara en los últimos años y él me oyó risueño.

El brazo de un escolta me instó a que me adelantara, pero al Comandante le faltaba algo por definir.

Me puso la mano en el hombro, y entre la ironía y la firmeza, me dijo: «Es verdad que un barco me recogió, pero ¡yo llegaba a la orilla!».

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