En los tiempos de Pipiolo desconocíamos la palabra bullying. Pero su historia es la de tantos niños y adolescentes que han soportado el acoso escolar.
Nunca supe el verdadero nombre de Pipiolo. Siempre lo observaba andar con timidez por los pasillos del ya extinto preuniversitario en el campo José González Guerra, Manacas 1, del municipio de Santo Domingo, donde, como solía ocurrir en las becas, los varoncitos, además de vincular el estudio con el trabajo, debíamos aprender a defendernos o resignarnos a ser objetos de burlas.
Por desgracia, Pipiolo no supo desprenderse de la última categoría y soportó todo tipo de vejámenes durante su estancia estudiantil. Su menudo cuerpo, voz aflautada y visibles amaneramientos lo transformaron en motivo de las sádicas risas de muchos y la clemencia de pocos.
Su contraparte eran los llamados caciques, un grupo de adolescentes atiborrados de testosterona, músculos y un desarrollado instinto de andar en manada. Recibían el consentimiento de ciertos profesores, orgullosos de los puros genes de machos alfas de los muchachos, amén de su inmadurez.
Pipiolo no. Nunca tuvo el respaldo de los «más hombres » ni la amistad de la mayoría de los varones. Incluso, debió dormir en un cubículo del área docente apartado del dormitorio colectivo, para salvaguardarse del acoso infernal. Mas, ni en su cuarto se encontraba a salvo, pues los abusadores irrumpían su privacidad para hacerle todo tipo de maldades.
El hecho de ser más fuertes y andar en grupos les daba a los caciques cierta impunidad. En realidad no eran malos muchachos, pero se dejaban arrastrar por el ímpetu adolescente de cabecillas y sobresalir ante los demás. Y tal ímpetu, en ocasiones, se convertía en reiteradas tropelías.
Entonces nadie conocía la palabra bullying ni nada por el estilo. Solo éramos conscientes del abuso de los más fortachones contra los débiles o de las burlas de las más bonitas contra las menos agraciadas. A veces, aquellas manifestaciones de superioridad llegaban a extremos repudiables.
Por estos tiempos en que se fomentan la cultura de paz y el enfrentamiento al acoso escolar, no dejo de pensar en Pipiolo ni en las decenas de niños y adolescentes que alguna vez fueron inocentes víctimas de la crueldad, solo por ser diferentes.
Me pregunto si Pipiolo hubiese sufrido si los caciques y otros abusadores lo hubieran aceptado tal como era, o hubiera recibido tantas humillaciones si todos los estudiantes y profesores hubiésemos cerrado filas ante las burlas y los atropellos. Estoy seguro de que la historia sería distinta, pero el oscuro barbarismo de los seres humanos nos subyuga a veces de tal manera que nos vuelve cómplices inconscientes de la injusticia más brutal.
No solo los caciques abusaron, humillaron y ridiculizaron a Pipiolo, lo hicimos todos; aun sin emitir un sonido en su contra, sin participar en aquellas vejaciones, sin ser parte de la turba salvaje. Nosotros también fuimos sus victimarios, por dejar y mirar de reojo, por verlo sufrir y no evitarlo, por ser cada uno de los estudiantes y profesores de la escuela, condiscípulos y educadores impasibles.
Nunca más he sabido de Pipiolo. No sé si creó una familia o si halló a su alrededor a seres que supieran quererlo y respetarlo. Ojalá así sea, porque alguien que sufrió en carne propia tales dentelladas inhumanas merece, en compensación, que la vida le retribuya con el amor que tantos le negaron.