En el imaginario público, las «malas » personas se ajustan al mismo estereotipo. Las creemos burdas, groseras y de mediana edad en este punto no tengo idea del porqué, pero, sobre todo, damos por hecha su condición de ignorantes.
La gente con pocas luces, dicen, tienden a obviar que hay un mundo más allá de sus narices, y bajo la «ventajosa » posición del marginado mental, les vale por igual apedrear una vidriera o desprenderle las tablas a todos los bancos de un parque.
Sin embargo, no creo que Rachel, Suany, Camila, Rober, Liety, Leticia o Jeremy y aquí termino la lista, aunque hay nombres para llenar otros dos párrafos coincidan con la descripción que les propuse al principio. Un graffiti lo deja claro. «Nanda G-40. IPVCE 12 º3 U-2. (18-1-2016/8:01 PM) ». ¿El «mural » de Nanda, la estudiante de la Vocacional? Una de las paredes laterales del Teatro La Caridad, quizás, el más irrespetado de la nación entera.
De improvisaciones estamos tan llenos en Santa Clara, que hubo hasta quien, convenientemente, justificó el nacimiento de un Malecón bastardo como expresión de nuevos códigos y necesidades juveniles. Como si hubiera mérito en el aburrimiento masivo, o la cultura fuese un saco sin fondo en el que también cabe el vandalismo gráfico.
Suena fuerte, ¿verdad?, porque bien sabemos que adolescentes y jóvenes son los que adoptaron el muro del Caridad y lo rebautizaron para su generación. No obstante, por ser nuevos, a nuestros «pinos » no se les debería admitir lo que en cualquier lugar del mundo constituye un delito.
A los pies del único teatro de la ciudad memorándum del amor de una santaclareña por su patria chica, declarado Monumento Nacional de la República de Cuba en 1981 el concepto de civilidad perdió el sentido. Nombres, recordatorios patéticos de pasiones, grafitis, «pensamientos » y símbolos (fálicos, neofacistas o hippies), se multiplican de un día al otro al amparo de la ceguera colectiva.
Porque nadie, NUNCA, ve nada. Ni los agentes del orden público, ni las vendedoras de la tienda de los bajos, ni los artesanos de la calle Lorda, ni el que se sienta a tomarse una cerveza.
Mutis, asombro momentáneo y la vida sigue igual. Cuando le toque, alguien lo pintará…
La Ley N º 62/Código Penal, aprobada el 23 de diciembre de 1987 por la Asamblea Nacional del Poder Popular, establece en el Artículo 243 del Capítulo I (DAí‘OS DEL PATRIMONIO CULTURAL) que «el que intencionalmente destruya, deteriore o inutilice un bien declarado parte integrante del patrimonio cultural o un monumento nacional o local, incurre en sanción de privación de libertad de dos a cinco años o multa de trescientas a mil cuotas ».
O sea, que lo que sucede con el Caridad constituye un delito establecido, aunque penosamente obviado. Y si el término les parece una exageración, el propio Código Penal aclara en el Artículo 9.2 Título IV, Capítulo II la naturaleza de estos actos: «el delito es intencional cuando el agente realiza consciente y voluntariamente la acción u omisión socialmente peligrosa y ha querido su resultado, o cuando, sin querer el resultado, prevé la posibilidad de que se produzca y asume este riesgo ».
Ocho elementos legislativos protegen los monumentos en Cuba, incluida la Constitución de la República. La supervisión de los centros provinciales de Patrimonio Cultural también representa un frente importante en las labores de protección; sin embargo, al teatro santaclareño de muy poco le ha valido el respaldo reglamentario.
Su «depredador » no viene de fuera, y la necedad administrativa de tolerar la humillación de uno de los más entrañables símbolos de este pueblo, constituye un acto imperdonable. De hecho, mientras resuenan las fanfarrias de la Estrategia de Comunicación «Villa Clara con todos » cuyo plan de acciones pretende redimir la imagen de la provincia, a la vez que promueva valores culturales, estéticos, cívicos e históricos mediante el rescate de tarjas, monumentos, centros para la recreación, etc., solo se me ocurre una pregunta: ¿en serio?
Doña Marta no puede clamar por su teatro y, definitivamente, Santa Clara ya no es tan agradecida. El tiempo cambia a las personas, mas no para peor, y si alguien o muchos extraviaron el respeto y la vergí¼enza ciudadana, sobran las formas de hacérselas recordar.
El desorden social nunca es casual ni injustificado, y la gente airea sus peores versiones cuando los que pueden no lo impiden.