«Maestra, si el muchacho se porta mal, haga lo que tenga que hacer, como si fuera yo. No tenga pena conmigo ».
Muchas veces escuché en mi infancia a las madres de mis condiscípulos y a la mía propia expresarse así ante nuestras educadoras. Tal era la confianza que depositaban en quienes nos alumbraban el camino del saber que ponían en sus manos hasta la integridad de los hijos, lo cual no significaba que se desentendieran de su cuidado ni de lo que sucedía en la escuela. Todo lo contrario.
Se trataba de un voto de confianza en quienes veían como columna de apoyo en la formación de los alumnos el ojo velador fuera del hogar; si no, ¿cómo entregarle el tesoro más preciado durante tantas horas escolares?
Con aquella frase los padres no incitaban a los maestros a pegarles a sus niños, sino a que hicieran lo necesario para disciplinarlos. De más está decir que los docentes, ante todo, poseen una preparación pedagógica, profesional y ética, por lo que no necesitan acudir al daño físico.
Aunque para no tapar el sol con un dedo no es menos cierto que los educadores de la «vieja guardia » asumían casi literalmente la responsabilidad otorgada por nuestros progenitores, y si tenían que zarandearnos, darnos una nalgada o darnos el famoso coscorrón lo hacían. Entonces, era parte de la difícil tarea de educar a una veintena o más de chiquillos con la intranquilidad típica de la edad.
Y tal era el respeto, que si mandaban a buscar a nuestros padres, ¡el cielo se nos caía encima! Para ellos resultaba incómodo y hasta vergonzoso la cita por alguna indisciplina, pues la palabra del maestro era ley.
Pero de un tiempo a la fecha ya no es así. Existen ciertos padres que ven a los pedagogos como personas extrañas, casi enemigos, que no pueden ni llamarles la atención a sus hijos so pena de espetarles un escándalo o acusarlos injustamente. Se trata de progenitores, tutores o abuelos que protegen de manera enfermiza a sus muchachos, y como mismo les permiten cualquier malacrianza en la casa, piensan que en la escuela puede ser igual.
Tales personas menguan la autoridad del maestro ante sus hijos, asunto que a la larga deviene gran peligro, pues al menoscabar la influencia del docente sobre el estudiante, este se siente en el derecho a desobedecer, apoyado además por quienes lo trajeron al mundo.
Y me viene a la mente una escena de Matojo y sus amigos serie cubana de dibujos animados de los años 80, cuyos mensajes críticos satiri- zan actitudes inconsecuentes de padres y otras personas, o promueven buenas conductas y hábitos como la cortesía, los deberes escolares, etc.
La historia que tantas veces disfruté frente al televisor es la de un pionerito que, disgustado por los reclamos de la maestra, va a quejarse donde el papá, quien, sin pensarlo le dice: «No le hagas caso a esa vieja ». Luego, cuando este lo recrimina por encontrarlo jugando en la calle en horario de clases, el muchacho ni corto ni perezoso le responde: «Yo no le hago caso a esa vieja ». Moraleja: cada cual recoge lo que siembra.
La estrecha relación entre padres y maestros resulta fundamental en la educación de los hijos. Un divorcio de tal índole puede provocar un daño enorme incluso irreversible en el modelaje de la personalidad y el carácter de ese futuro hombre o mujer.
Ojalá no se pierda nunca esa confianza, porque los hijos de los padres también lo son de los educadores.