Lidia

Lidia es una administradora de tiendas de productos industriales, ya jubilada,  quien tení­a una filosofí­a de la profesionalidad en el trabajo casi ausente en la actualidad.

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Francisnet Dí­az Rondón
Francisnet Dí­az Rondón
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27 Abril 2017
(Ilustración: Alfredo Martirena).

Su nombre es Lidia y el paso del tiempo reposa en sus ojos. Parecen cansados, pero están vivos. En su mirada habita la bondad que penetra hasta lo profundo. La humildad cubre su cuerpo y no le apena, pues sus viejos le enseñaron que la honradez se superpone a todos los bienes materiales.  

Ella pudo vestir las mejores ropas, calzar los zapatos más hermosos, disfrutar de una fortuna en alguna oculta cuenta bancaria, mas prefirió transformar su conciencia en lecho y almohada. Ahora, ya jubilada, duerme tranquila, en paz consigo misma, con su familia, con sus antiguas compañeras de trabajo, con la sociedad.

Lidia tuvo en sus manos la riqueza de las tiendas de productos industriales de Santa Clara, como administradora principal. Trabajó durante 25 años, dejó parte de su vida y de su alma. Cientos de recursos pasaron por sus manos, y no conoció de sanciones, de dedos acusatorios, de vergí¼enza pública sobre su cabeza.

Tan solo cumplió con su trabajo, sin pretensiones ni glorias, a pesar de los 118.00 pesos de salario. Exigí­a a las «muchachitas » también casi todas jubiladas en la actualidad controlar ellas mismas los productos constantemente, no confiar en nadie ajeno a la unidad, y no permitir visitas a los almacenes.

Para Lidia el control constituí­a más que un deber, una necesidad inobjetable, la tranquilidad del espí­ritu, el inquebrantable respeto hacia el Estado y al pueblo. El robo y el desví­o eran palabras prácticamente desterradas del accionar de sus trabajadoras, amigas y hermanas todas.    

Para ella la atención a los clientes debí­a ser un sacerdocio y el maltrato no tení­a cabida. Pero, ello solo se lograba si habí­a amor al trabajo, porque sin amor, no hay nada.  

Lidia extraña su antigua labor y lamenta que las cosas no sean como antes. Ahora algunas jóvenes dependientas carecen de profesionalidad y respeto. Nadie les exige, a nadie le importa.

Ella misma ha sufrido los bruscos cambios en las tiendas que administró, cuando un dí­a le tiraron la puerta en el rostro al pretender preguntar a la hora del cierre, o la atendieron  con brusquedad al indagar por un artí­culo.

«En mis tiempos eso no pasaba », se lamenta en lo más profundo, y sabe que aquellos tiempos ya no volverán.

Antes de su jubilación, a Lidia le pidieron continuar en su responsabilidad cuando comenzaron a surgir las Tiendas Recaudadoras de Divisa. Ella era la más experimentada y en quien más confiaban. Situaciones familiares y el cansancio del cuerpo le obligaron a desistir.

Ahora Lidia recorre las calles y visita a veces, como cliente, las tiendas que una vez administró. Observa con nostalgia, y se retira en silencio, llevando el recuerdo de un pasado ausente, que aún late en su pecho con la misma intensidad de su viejo corazón.

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