Que la dignidad de nuestros niños no se diluya en las calles
El mal hábito de padres, abuelos, tíos y tutores de poner a los más pequeños a orinar en la calle públicamente constituye una actitud negativa en la educación de los pequeños.
«Hijo: Espantado de todo me refugio en ti. […] », manifestó desde el corazón José Martí en el hermoso libro El Ismaelillo dedicado a su entrañable José Francisco, a quien amó y profirió sabias palabras de esperanza y fe en la humanidad. El Apóstol veía en su pequeño, y en todos los infantes, la garantía futura de un mundo luminoso, habitado por personas de bien, dignas y educadas.
El autor de La Edad de Oro apreciaba en su vástago un ser inmaculado y libre de maldades, quien gracias a las enseñanzas y educación que recibiría de su familia, sería un hombre íntegramente formado, de limpios modales, comportamiento noble, cortés y caballeroso; pues desde la misma cuna se crean los nuevos ciudadanos de una sociedad civilizada, bajo la responsabilidad de los mayores que han de guiarlos por el mejor camino.
Sin embargo, cuán desafortunado sería el porvenir cuando los responsables en educar correctamente hacen todo lo contrario. Apenas eran dos niños, casi adolescentes, quienes a instancia de una mujer quizás la madre, tía, vecina, pero adulta al fin orinaron en la calle Plácido, de Santa Clara, el pasado domingo 21 de mayo a las 12:30, aproximadamente. ¡A plena luz del día!
Habían ido a tomar helados en el paladar particular El Pingí¼ino. Los muchachos de unos diez, once u doce años, tuvieron ganas de hacer sus necesidades; al no haber baños para la clientela dentro del local la mujer les indicó, para ella, lo más fácil: «Orinen en la calle ».
Uno de ellos se había parado frente a la puerta principal de la imprenta Alfredo López para soltar el líquido. Le requerí, y al menos obedeció para unirse al otro niño ubicado al lado de un poste de luz. Si las miradas mataran, los ojos de aquella mujer me hubiesen asesinado. Al parecer, para ella la imprudente acción de mandar a dos muchachos a orinar en la vía pública resulta lo más normal del mundo.
Me pregunto qué les hace pensar a padres, tíos, hermanos mayores, abuelos, tutores…, que convidar a un pequeño o pequeña a exponer su sexo a la vista de todos constituye una actitud inocente o graciosa. No comprenden, o no quieren comprender, que en esa etapa de la vida los seres humanos comenzamos a aprehender positivos o negativos hábitos, buena o mala educación, correctas o incorrectas actitudes, absorbidas como esponja por el cerebro de los infantes.
Cuando ambos adolescentes sean ya hombres responsables de sus actos y deseen orinar en la calle como su mamá, tía o tutora les indicó ¿quién los convence de que es incorrecto? ¿Cómo pueden catalogarlo de mal hábito si lo aprendieron de quien tenía la responsabilidad de enseñarles a comportarse? ¿Cómo educarán a sus descendientes cuando sean padres?
Por otra parte, quienes ponen a orinar pública e «inocentemente » a sus hijos o hijas ¿conocen bien a todas las personas que están a su alrededor? ¿Tienen la certeza de que no los observa alguien de mente retorcida, o para decirlo sin ambages, un pedófilo o pervertido sexual? Sí, pudiera parecer exagerado o historia de películas, pero existen disímiles ejemplos de la vida real que superan a la ficción con creces.
Quienes ya entramos en la adultez debemos reflexionar con profundidad sobre qué les enseñamos a los más pequeños. La juventud jamás ha estado perdida; la desaparecida en muchas partes, y en mucha gente, es la capacidad de educar con nobleza, respeto y civismo a las nuevas generaciones.
Para tener «fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud », como manifestó el Héroe mayor de Cuba, sería difícil alcanzar tales esperanzas si nuestros hijos, sobrinos o nietos recibieran una educación desvirtuada y errónea, como es enseñarles, indignamente, a orinar en las calles.