
Ellos dicen que han sido felices. Pero hay quienes creen en el mito de que, ante las manecillas implacables, las mariposas se escapan del estómago, el amor se hace costumbre, las tibias miradas se vuelven hielo antártico, y las telarañas terminan por inmovilizar las emociones. Y yo temo contrariar a los escépticos del amor cuando los miro.
Ellos se quieren. Bodas de oro les ha regalado la vida, y creen que 50 años es justo lo que necesitan para amarse. A la izquierda, una foto en blanco y negro revela el pasado: el pelo azabache, los ojos vivos y los labios gruesos en la novia; los risos rubios y una mirada pícara en el caballero.
Espero, paciente, mientras los recuerdos congelados en las paredes hablan de los dos. Ella me confiesa que no puede atenderme. Se excusa. Ha de bañarlo para curarle las heridas de su pierna. «Anoche tuvo un desliz y el bastón le jugó una mala pasada. El almanaque no perdona. Te pido un segundo por nosotros », suplica.
La casa conserva un halo romántico. Entre los viejos estantes de libros huele el amor. «Ella es así, muy pasional. Todas las tardes lee esos libros y otros y otros… », comenta él al verme hurgando con la vista en sus memorias. Ella no calla: «Y yo no me acuerdo de la última flor. Las cartas estuvieron en el primer mes de romance ». El señor no hace menos que reírse a carcajadas. No logro entender el lenguaje secreto que los envuelve.
«Celebrábamos cada aniversario, cada fecha. Celebrábamos por todo », dice ella. Él presiona la montaña de libros con la palma de una mano para apoyarse, y se levanta. Quita uno de los cuadros de la pared; me lo ofrece para que mire de cerca. «Antes sí había que cortejar a las muchachas. Debíamos enamorar en la sala, y mis suegros de espías en la saleta. Ahora, ¡jum!, en estos tiempos… » y un sinfín de cuestionamientos a la modernidad llena la habitación.
Un viejo reloj marca la hora. No es tarde. Se mecen en los sillones y aprovechan el momento para conversar. Habitualmente no reciben visitas. Por eso, intentan reconstruir sus vidas, a pedazos, como retazos de pensamientos. «Cuéntale tú esa parte, que yo no me acuerdo », se dicen a ratos. Y, juntos, van hilvanando recuerdos.
«Ella se merece una medalla en el pecho. Debió esperarme dos años mientras yo estaba en la guerra de Angola », me cuenta orgulloso. «Yo ni quiero acordarme. Hubiera preferido borrar esos momentos », agrega la esposa.
Cambio el tema porque ya no hay motivos para tristezas. «Como todo el mundo: tenemos días buenos y días malos. Pero nunca un golpe, ni un maltrato, ni una ofensa », recalcan, y me explican que las relaciones no se pueden cimentar en arenas movedizas.
Hay silencios entre largos espacios de la conversación. Falta algo, una pregunta habitual. Ella traga en seco. Él prefiere desviar la mirada, y busca otra de las fotos de la boda en el memorial de las paredes. Yo opto por obviar el asunto. Solo me queda claro que ellos fueron y han sido siempre solo dos para amarse.
«Claro que todavía nos besamos », y un poco de rubor los cubre de los pies a la cabeza. No pregunto más por pura vergí¼enza. Entonces, ella coloca nuevamente el cuadro en la pared. Ayuda para que él se ponga de pie y me despiden. «Gracias por acordarte de nosotros. Pero somos un par de viejos sin grandes cosas que contar », me comentan y es imposible creerles.
Dichosos sean quienes, a esas alturas de la vida, mantengan a su lado a otro para amar.