Esta madrugada falleció la insigne pedagoga Selva Dolores Pérez Silva, con más de cinco décadas dedicadas a la labor formativa del magisterio en esta región central de Cuba.
Conocí a Selva Dolores siendo un niño. Era mi vecina en la calle Virtudes, esquina a San Miguel, donde ella vivía en un apartamento en los bajos del edificio 26 de Julio, conocido como edificio Raúl. En aquel entonces era para mí la mamá de Jorge, su hijo mayor y compañero de mis juegos infantiles.
Luego, al ingresar al Destacamento Pedagógico, fue cuando supe de la doctora en Pedagogía Selva Dolores Pérez Silva. Toda una personalidad en el magisterio de la antigua provincia de Las Villas y asesora, junto a otros brillantes pedagogos, de quienes, jóvenes, como yo, asumimos con apenas 17 años y el 10.o grado de escolaridad, la tarea de Fidel Castro de dar clases en las escuelas secundarias básicas en el campo.
De nuevo volví a saber de su enciclopédico conocimiento en Pedagogía, cuando ya de profesor ingresé en 1984 en el Instituto Superior Pedagógico Félix Varela. Allí, verdaderamente, calibré en todo su esplendor sus dotes de maestra y su amor infinito por la figura del padre Varela, cuya cátedra honorífica fundó y fue su presidenta durante décadas.
Selva Dolores se sentía una devota seguidora de Varela, y esa misma pasión por quien «primero nos enseñó en pensar » nos las inculcaba al claustro de profesores y los alumnos.
La Cátedra Varela ocupaba un lugar preeminente entre todas las de su tipo. Era la primera de todas las cátedras honoríficas del antiguo Pedagógico, y Selva cada año organizaba la Semana Vareliana e iba con sus alumnos al Seminario de San Carlos y San Ambrosio, y al Aula Magna de la Universidad de La Habana, donde reposan los restos del presbítero Varela.
Aprovechaba también la profesora Selva Dolores para llevar a la Cátedra Varela a cuanta personalidad llegara al Pedagógico. Así lo hizo con Carlos Rafael Rodríguez, con el ministro José Ramón Fernández, con Alberto Granado, el amigo del Che, y con otros muchos.
Después, siempre que nos encontrábamos, utilizaba una palabra que nos llenaba de ternura, tal y como era ella, nos llamaba «mis niños » y así nos veía, como hijos suyos del magisterio.
La última ocasión que estuve a su lado fue cuando se organizó el evento por los 50 años del Destacamento Pedagógico. Allí estaba ella, siempre con su pañuelo en la cabeza y esa sonrisa dulce que la caracterizaba. Hablamos de su salud, de sus hijos y nietos, a quienes adoraba.
Y la vi disfrutar del reencuentro con sus alumnos de entonces y su rostro se transfiguraba al ver a esos jóvenes de cinco décadas atrás convertidos en maestros experimentados, y émulos de ella y de su Varela querido.
Hoy nos dijo adiós tras una vida dedicada al magisterio. Nos quedan su legado, su ejemplo y esa devoción por la profesión de enseñar, que, como dijera José Martí, es «una obra de infinito amor ».
Sus alumnos, compañeros de trabajo, amigos, herederos todos de su amor por la enseñanza, no olvidaremos a la doctora Selva Dolores Pérez Silva. No olvidaremos a la maestra, a la profesora, a la pedagoga que, como José de la Luz y Caballero, ese otro discípulo de Varela, nos demostró que «instruir puede cualquiera, pero educar solo quien sea un evangelio vivo ».