Promesa y su «San Cristóbal»

«Uno de los ataques de asma más grandes que le dieron al Che fue aquel día. Yo era chiquitico, pero me eché al hombro su mochila y llegamos a un lugar conocido por Pulgarcito, a las once de la noche».

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 Julio López Granados
Julio López Granados, apodado el mensajero Promesa por el Che. (Foto: Ramón Barreras Valdés)
José Antonio Fulgueiras
822
12 Junio 2023

En la sala de Julio López Granados hay un cuadro colgado en la pared, donde un niño sostiene una carabina San Cristóbal como un juguete de regalo de los Reyes Magos de Oriente.

Es el rostro de un imberbe que sonríe a la cámara de un fotógrafo que anduvo de fotorreportero, en México, en los Juegos Panamericanos de 1955 y quien, en un pestañar de ojos, se enroló en la lista de los expedicionarios del yate Granma como teniente médico, con el apodo argentino de Che Guevara.

«Esa foto me la tiró el Comandante Che cuando culminó el ataque al cuartel de El Uvero, como estímulo por mi participación, junto a Joel Iglesias, en ese combate, donde le cargábamos la caja de balas en medio de la balacera y él, con una granada brasileña, neutralizó al guardia que nos tenía acribillados con una ametralladora calibre 30».

Julio López Granados, era apenas un niño cuando se unió al Ejército Rebelde. (Foto: Cortesía del entrevistado)

—¿Fuiste a un combate desarmado?

—Claro, si yo me había incorporado a la tropa como mensajero.

—¿Qué edad tenías?

—No sé. Yo era un guajirito analfabeto que venía de una familia campesina de 11 hermanos, oriunda de La Plata, en plena Sierra Maestra, y no sabía ni el mes ni el día en que nací. Por la cuenta que saco ahora, no debía pasar de los 13 años de edad.

«Mis padres eran campesinos que se dedicaban a sembrar café y a pasar hambre», dice y sonríe burlón.

Julio es un hombre de más de 80 años, que se apoya en su bigote amplio y cenizo para soltar los recuerdos. Se escabulle en la conversación como hacía por los laberintos del lomerío, camina para allá y para acá durante la plática; entonces, no me queda otra alternativa que tenderle una emboscada.

—Dime, ¿cuándo y cómo conociste al Che?

—Fue en los primeros días de enero de 1957. «¿Quién me puede servir de práctico?», le preguntó Fidel Castro a mi papá cuando pasó por el varentierra donde vivíamos, y el viejo me mandó. Cruzamos el río de Palma Sola y Magdalena, hasta Llanos del Infierno.

«Uno de los ataques de asma más grandes que le dieron al Che fue aquel día. Yo era chiquitico, pero me eché al hombro su mochila y llegamos a un lugar conocido por Pulgarcito, a las once de la noche. Había una lucecita y Fidel me preguntó: “¿Quien vive allí?”.

«El campesino Pepe Isaac, le respondí. El hombre se descubrió como ferviente admirador de Raúl Chibás y Fidel se identificó con él: “Soy Fidel Castro y traigo herido al médico de la tropa; agarra un caballo y ve hasta Manzanillo, preséntate en esta dirección, que es la casa del doctor Vallejo, y pídele estas medicinas”, y le dio un papelito.

«Luego, Fidel dejó al Che en un cayo de monte con otro combatiente. Fui a mi casa, que estaba cerca, y le busqué comida. Mi mamá mató un pollo y a las cinco de la tarde ya estaba de vuelta. También le llevé una flor blanca llamada clarín, que los campesinos de la Sierra dicen cura el asma».

—¿Vos sabés dónde está Fidel?, me preguntó, y le contesté que sí. Luego me dijo que si le podía llevar un papel al Comandante.

«Yo tenía el pelo largo, por debajo de la cintura, pues nací tullido y vine a dar los primeros pasos como a los cuatro años, y mi madre hizo un juramento a la virgen de la Caridad del Cobre: si volvía a caminar, no me iba a cortar nunca más el pelo. El Che me preguntó:

—¿Vos por qué tenés el pelo tan largo?

—Una promesa. Y le conté mi historia.

«Me dio las gracias por haberle traído alimento y me fui a llevarle la nota a Fidel. El Comandante tomó una linterna y leyó el papel, después se quedó mirándome y comenzó a reírse:

«“Aquí en este papel el Che me dice que está muy agradecido de ti y de tu familia porque le habías llevado comida y un remedio. Ah, y al final me escribe: Te mando esta nota con el mensajero Promesa”».

(Foto: Ramón Barreras Valdés)

Cuenta Julio, atrincherado en el sofá de su vivienda en la calle Maceo, en Santa Clara, que ese mote el Che se lo mantuvo durante el tiempo de la guerra que estuvo a su lado. Él ya no es aquel niño serrano que vio el primer par de zapatos cuando se lo regaló Celia Sánchez, tras requisar el cuartel de El Uvero.

«Los primeros días llevé aquellas botas colgadas en el hombro, hasta que empecé a ponérmelas poco a poco y a aprender a caminar sin los pies descalzos».

Descubre que la humanidad del Che Guevara le caló muy hondo:

«Era recio, pero no había persona más humana que él. Cuando mandaban tabacos, los picaba sobre una tablita para que todo el mundo cogiera un pedacito. Eso había que vivirlo allí, en plena guerra, y hoy me pregunto: ¿Por qué hay tanto egoísmo en el mundo?».

El 8 de diciembre de 1957, el Comandante Ernesto Guevara dirigió el combate en Altos de Conrado, en la Sierra Maestra, para enfrentar la ofensiva lanzada por las tropas que dirigía el oficial del ejército batistiano Ángel Sánchez Mosquera. En esa acción, el Che resultó herido en el tobillo izquierdo.

Años después escribió: «De pronto sentí la desagradable sensación, un poco de quemadura o de la carne dormida, señal de un balazo en el pie izquierdo que no estaba protegido por el tronco. Acababa de disparar con mi fusil, lo había tomado de mirilla telescópica para ser más preciso en el tiro.

«Simultáneamente con la herida oí el estrépito de algo sobre mí, partiendo ramas. El fusil no me servía, pues acababa de disparar; la pistola, al estar tirado en el suelo, se me había corrido, quedando debajo del cuerpo, y no podía levantarme porque estaba directamente expuesto al fuego del enemigo».

Sobre aquel suceso, Julio, como testigo, da su versión:

«Fui a los Altos de Conrado a llevarle un mensaje de Fidel Castro al Che. Llegué allí antes de iniciarse el combate. El comandante argentino me dijo que permaneciera a su lado para cuando terminara el tiroteo darle respuesta a la nota de Fidel.

«A los pocos minutos, el Che recibió un tiro en el tobillo y se cayó; la pistola se le quedó debajo y el fusil se le encasquilló. Entonces yo le di mi carabina San Cristóbal, y en medio de la balacera le arreglé la de él. Después lo llevaron a una posta médica en Altos de Conrado para curarlo y allí lo atendió el doctor Manuel Piti Fajardo».

Su ascenso a oficial del Ejército Rebelde fue tan sorpresivo como la entrega de la «San Cristóbal».

«Yo estuve en Purialón durante la batalla de El Jigüe, junto con las fuerzas del capitán Andrés Cuevas, quien cayó gloriosamente en esa acción al lado mío, el 19 de julio de 1958. Fui a auxiliarlo, pero ya estaba muerto. Un soldado moribundo le disparó y lo mató.

«Fui a entregarle a Fidel el mensaje sobre la muerte de Andrés Cuevas. Cuando le di la noticia, el Comandante se puso muy triste. Le conté que permanecí combatiendo al lado de Cuevas y le narré sobre su heroicidad. Entonces Fidel se acercó a Celia Sánchez y le preguntó: “¿No había unos graditos por ahí?”. Luego vino hacía mí y me hizo primer capitán».

(Foto: Cortesía del entrevistado)

Ahora Julio me habla de los últimos días de la guerra de liberación en el Oriente del país; de la batalla de Maffo, el 31 de diciembre de 1958, y de su participación en la Caravana de la Libertad desde Santiago de Cuba a La Habana, liderada por el Comandante en Jefe.

«Partimos desde la Ciudad Héroe de Santiago de Cuba, el 2 de enero de 1959, y el trayecto fue indescriptible, miles de personas saludaban la caravana desde las orillas de las carreteras y en las ciudades. Por Santa Clara pasamos el 6 de enero y Fidel le habló al pueblo en el parque Vidal. Luego, el día 8, realizó su histórico discurso en la fortaleza militar de Columbia».

López Granado me comenta con orgullo que aunque aprendió a leer y a escribir tras el triunfo de la Revolución, se superó día a día hasta llegar a convertirse en especialista en equipos de hidráulica, lo cual le propició visitar varios países de Europa y Asia. Estuvo, además, en misiones internacionalistas en Angola.

Confiesa que ha recibido grandes emociones en su vida, pero ninguna comparable con aquella, cuando el Che, en Cojímar, La Habana, lo saludó y le dijo:

—Ve por La Fortaleza de la Cabaña, que tengo un recuerdo para ti.

«Cuando entré en su oficina, se puso de pie, me abrazó y me entregó una pequeña cartulina, a la vez que me decía: “Promesa, a vos que no se le olvidaba ningún trillo de La Sierra, mirá a ver si te acordás de esto”».

Entonces se vio, con su rostro infantil, «San Cristóbal» en mano, en el pequeño rectángulo de una auténtica fotografía.

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