Las ideas como las que Fidel Castro defiende no envejecen nunca. Sigo reteniendo del líder cubano la imagen de un heroico homérico, tanto por sus incontables combates pletóricos de juventud como por su impresionante personalidad.
Rafael Alberti
Mucha razón tuvo el teniente Pedro Sarría Tartabull cuando al capturar a Fidel, el 1.o de agosto de 1953, días después de los sucesos del Moncada, afirmó enfático: «¡Las ideas no se matan, no se matan!», y con gesto valiente le salvó la vida al prisionero al negarse a entregarlo a las hordas sedientas de sangre del comandante Pérez Chaumont.
Igual razón le asistió al sacerdote Armando Llorente al escribir en el libro Memoria de la graduación del curso de 1944-1945, en el Colegio de Belén: «Fidel Castro cursará la carrera de Derecho y no dudamos que llenará con páginas brillantes el libro de su vida. Fidel tiene madera y no faltará el artista».
Años más tarde, en 1999, en entrevista realizada por Estela Bravo, el propio sacerdote diría: «Fui su profesor en el colegio de Belén. Siempre vi en Fidel Castro madera de héroe y estaba convencido de que la historia de su patria algún día tendría que hablar de él».
Dichas conceptualizaciones fueron premoniciones de un pensamiento iluminador que sigue guiando el camino de los cubanos por la senda escabrosa, pero honrosa, de una Revolución que tuvo en Fidel Castro Ruz no sólo a su Comandante en Jefe, mérito ganado en la lucha contra la dictadura de Fulgencio Batista, sino al adalid de mil batallas por el derecho a una vida digna y a figurar en el mapa del mundo como una isla irredenta y ejemplo de altruismo y ayuda al prójimo.
Fidel fue un educador por excelencia. Un hombre de cultura enciclopédica que comulgó no sólo con el marxismo-leninismo —pues como afirmara en el juicio del Moncada, quien no leyera a Lenin era un ignorante—, sino que aplicó, de manera creadora y sin copia, esa doctrina a la realidad de un país tercermundista y subdesarrollado como el nuestro, sin negar su formación cristiana, y así fue el primer dirigente de un país socialista en disertar sobre las ideas de Cristo y su Iglesia en el famoso libro Fidel y la religión, del teólogo brasileño Frei Betto.
Lector voraz, de niño, en su Birán oriental, donde nació el 13 de agosto de 1926. Seguía los acontecimientos de la lucha del pueblo republicano español contra el fascismo y luego estudió a fondo todo lo relacionado con la II Guerra Mundial y sus consecuencias para la geopolítica mundial.
Original y arriesgado, tuvo una trayectoria brillante en la Universidad de La Habana, y luego de graduarse de abogado, puso ese conocimiento en función de los pobres.
Su reivindicación de la campana de La Demajagua, su participación en los sucesos del Bogotazo, su presencia en la fallida expedición de Cayo Confites y su ¡Yo acuso!, en nuestra Audiencia santaclareña, el 14 de diciembre de 1950, nos dejan ver a un Fidel en franca evolución como líder y a un revolucionario en formación, que tendría en el Moncada su bautismo de fuego y en La historia me absolverá, el programa visionario de una Revolución en ciernes.
Sin ser militar de academia venció a un ejército profesional de miles de hombres, que contaba, además, con la asesoría del gobierno de los Estados Unidos, y logró —con el principio de la unidad como garante— fundar un sólido Partido Comunista, continuador del Revolucionario Cubano de José Martí y el Comunista, de 1925, de Mella y Baliño.
Al pueblo no le dijo cree, sino lee, y bajo su conducción sacó del analfabetismo a un millón de cubanos en apenas un año, y así convirtió a Cuba en uno de los primeros países del mundo en librarse del terrible flagelo de la ignorancia.
Supo que toda la gloria del mundo cabía en un grano de maíz, y hasta el último de sus días no hizo otra cosa que pensar en el bienestar de su pueblo, como un soldado de las ideas, como él mismo se denominó en sus «Reflexiones».
Nunca se embriagó con las mieles del poder, y siempre fue muy severo consigo mismo. En sus conversaciones con el periodista Ignacio Ramonet le afirmó convencido: «Cuando digo una palabra de más o se me escapa algo que pudiera parecer un poco de vanidad, créame que soy duro, pero bien duro. Uno debe vigilarse mucho a sí mismo. Me gustan los hechos, no me interesa la gloria».
A finales del siglo pasado, encabezó la histórica Batalla de Ideas —iniciada con la lucha por el regreso del niño Elián González—, que tanto bien produjo; al igual que dirigió la Revolución Energética, en los inicios de la actual centuria.
Toda su vida se dedicó a sembrar ideas, sin renunciar nunca al peligro, como en los días de Girón, la Crisis de Octubre o los sucesos del 5 de agosto de 1994, conocidos como el Maleconazo, donde siempre fue el primero, aun a riesgo de la vida, como también lo hizo tantas veces ante las contingencias meteorológicas.
Orador impresionante, improvisaba sus discursos y la tribuna era su medio natural e insustituible para el combate ideológico. Nunca gustó de los discursos escritos, ni tampoco que alguien los hiciera por él; al final, acababa siempre reescribiéndolos, moldeándolos a su gusto.
Cada pieza oratoria la empezaba en tono bajo y a medida que iba desarrollando sus ideas, la voz adquiría mayor fuerza hasta concluir con su enérgica e irrenunciable consigna de ¡Patria o Muerte! ¡Venceremos!
Hace 97 años vino al mundo este titán, y hace casi siete que no está físicamente entre nosotros, pero perduran sus ideas, su ejemplo, su convicción en el triunfo, su apego al pueblo.
Honrar su memoria, seguir la senda por él trazada y aplicar su pensamiento de manera creadora a las nuevas y complejas circunstancias constituye un imperativo para cada revolucionario.
Y hacerlo tal como el propio Fidel nos lo pidiera: «Hay que estar en una guardia permanente con los riesgos. Hay que ser casi clarividente, pensar y pensar, pero pensar en alternativas. Es muy importante el hábito de buscar alternativas y seleccionar entre las mejores de ellas». He ahí, en esa visión profética, parte de su legado.