Los niños le demuestran a diario su cariño y las nuevas generaciones de educadoras aprenden de la profe Espe. (Foto: Liliet Sánchez López)
Chábeli Rodríguez García
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23 Diciembre 2023
23 Diciembre 2023
hace 11 meses
Esperanza tiene los ojos tan claros como su nombre y de ellos brota una luz inigualable. Quizá, su destino estaba escrito. Quizá fue azar de la vida. Sin duda, Esperanza ha llevado a otros la luz de sus ojos y la ilusión de su nombre.
Sus manos arrugadas han enseñado a leer, escribir y amar. El paso lento de sus pies revela el gran camino transitado. Tiene un nombre largo, como personaje de novela: Esperanza de Fátima Carta Fuentes. Sin embargo, para sus alumnos es, simplemente, la profe Espe.
Con 70 años, es la coordinadora general de la escuela especial Fructuoso Rodríguez, en Santa Clara. Aún conserva el brillo en la mirada cuando afirma: «Siempre quise ser maestra, desde mi infancia. Me enamoré de la profesión por mi profesora de tercer grado».
La sencillez de Esperanza la hace grande. Su labor de educadora en la enseñanza especial resulta una de las más nobles. Sin capa ni espada, constituye una heroína de carne y hueso, de las que prefieren hacer en silencio, desde el anonimato; aunque eso resulte imposible.
—¿Por qué eligió la educación especial?
—Durante mi desempeño en la práctica docente en La Habana, trabajé en un internado para niños con problemas sociales que pertenecía al Programa de Superación para la Mujer. Mis dos cursos de práctica docente los pasé en aquella escuela. Éramos maestras, pero vivíamos con los niños, a toda hora estábamos con ellos.
«Cuando llego a Las Villas me ubican en Casilda, Trinidad. Por cosas de la vida, cuando voy a recoger el papel de la ubicación, me encuentro de frente con las personas de Educación Especial. Me dijeron que les hacía falta una docente en la escuela de conducta Tato Madruga, en Cienfuegos. Me preguntaron si quería ir y dije que sí. De esa manera, en aquel septiembre de 1970, entré en una escuela especial».
—¿Cuánto cambió su vida a partir de ese momento?
—(Ríe con picardía) Uno se llena de sensibilidad por los niños, se apasiona por la tarea. Uno entrega la voluntad, todo. De nuevo me encontré con infantes afectados por problemas sociales, por violencia familiar, muchos tenían problemas emocionales.
«Recuerdo que había un niño, Alfredo Yanes Atino, hijo de un hombre fusilado por cometer actos graves de violencia contra mujeres en el año 1970. Aquel muchachito de 6 o 7 años, si lo traigo a la realidad actual, para mí lo que tenía era un problema emocional y no de conducta.
«Al año siguiente fui la subdirectora de la escuela. Allí empecé a sentir más pasión por lo que hacía, por la educación especial. Comencé a prepararme en esta enseñanza, me enamoré, me gustó extraordinariamente por la identificación y sensibilidad hacia los pequeños y por la posibilidad de hacer por ellos. No me pude escapar jamás de la educación especial».
—¿Se especializó en alguna rama de esta enseñanza?
—A nosotros nos formaron para la educación especial, porque yo era maestra primaria. Primero pasé formación de maestra terapeuta en un curso medio que hacía el Instituto de Superación Educacional. Con ese derecho, entré directo cuando abrieron la carrera en el Pedagógico.
«Hice la licenciatura con especialización en oligofrenopedagogía. La oligofrenia es el término científico para el retraso mental. Sin embargo, el trabajo me impuso laborar, durante siete años, como maestra de niños ciegos, en la escuela especial Deisy Machado, que existió antiguamente aquí en Santa Clara. Desde mi función, aprendí el braille, todas las técnicas de orientación y movilidad, me preparé con los medios de enseñanza y los recursos».
—¿Qué desafíos enfrentó para educar a niños invidentes?
—Lleva un tremendo esfuerzo. Para mí, todos los menores con necesidades educativas especiales transitan su vida con el objetivo de ser iguales y tener las mismas oportunidades que los demás; pero los marca la diferencia de la necesidad, y hay que entenderlos, ayudarlos, apoyarlos y verlos como personas normales, aun con sus limitaciones.
«Algunos de los niños ciegos que tuve en la escuela Deisy Machado escribían por el sistema braille y otros tenían baja visión, pero todos eran inteligentes. Llegaron a estudiar y se convirtieron en juristas, abogados; uno de ellos, Andrey, se hizo fisioterapeuta y trabaja en el policlínico Chiqui Gómez, en Santa Clara. Son alumnos que aprenden con facilidad, por tanto, hay que prepararse para ofrecerles los recursos que necesitan.
«¿Te imaginas a un ciego aprendiendo geografía de los continentes, localizando en un mapa a relieve tanto las elevaciones más importantes de Europa como los lagos de América del Norte? Tuve que instruirme para orientarlos y enseñarlos. ¿Cómo les vas a decir “tú no puedes”? No, "¡tú sí puedes!"
«Hay que aprender de los demás. Conocí a maestros muy especializados en esa escuela, como Armando, que estudió en la Unión Soviética y nos ayudaba extraordinariamente. Enseñar a un alumno capaz de hacerlo todo, sin ninguna discapacidad o necesidad, resulta siempre agradable. Pero cuando se trata de estudiantes con mayores necesidades o una discapacidad, entonces la satisfacción es mayor, los éxitos se comparten y uno le pone más voluntad».
—De las diferentes ramas de la educación especial, ¿cuál ha trabajado con mayor placer?
—Es una pregunta difícil. Ocupé distintas responsabilidades que me hicieron ir a todos los tipos de escuelas. Aquí, en Fructuoso Rodríguez, hace unos seis años conocí los trastornos del espectro autista; solamente los había visto en películas y series. No obstante, en mi experiencia pedagógica me apasionaron los niños ciegos, ellos me llenaron la vida.
—¿Y los autistas?
—Hemos tenido experiencias extraordinarias con niños autistas. Hay un pequeño llamado Diego que llegó con seis años a nuestra escuela, con un comportamiento muy desajustado. Se quitaba la ropa, no aceptaba estar en su espacio, se autoagredía y agredía físicamente a los demás. Él tiene un trastorno del espectro autista asociado a la histidinemia, una enfermedad metabólica que afecta componentes del sistema nervioso.
«Pasamos meses con Diego cerrado dentro del aula, de acuerdo con lo que nos indicó la psiquiatra para regular aquel comportamiento y que fuera creando rutinas. Cuando las personas con trastornos del espectro autista estructuran su rutina, cambian, comienza la empatía, la afectividad entre quienes lo atienden y él, y viceversa.
«Hoy tiene 12 años, está aquí en la escuela, y ha vencido el cuarto grado con elementos de quinto. Lee muy bien, una de sus mejores cualidades, y es muy bueno en Inglés. Gana concursos de dibujo que lo ponen eufóricamente contento, es muy cariñoso, se acostumbró a la escuela… Se perciben los logros, va aprendiendo y esa constituye una gran satisfacción».
—Estos niños suelen ser muy cariñosos…
—Algunos de mis alumnos siempre vuelven por aquí. Hay uno de los que tuve en Cienfuegos, se llama Félix Oquendo Martínez, que cuando me ve, me dice: “Tú me enseñaste a leer y a escribir”. Recuerdo el nombre y los dos apellidos de mis primeros cinco alumnos en la escuela Tato Madruga, nunca se me han olvidado.
«El reconocimiento de los estudiantes es para el maestro una alegría incondicional. Llena de cariño que te llamen profe, o que te halaguen con una frase bonita o un “¿te acuerdas de cuando estabas conmigo en la escuela?”. Con esas cosas uno se da cuenta de que, aunque el tiempo pasa, los alumnos lo mantienen a uno en la mente, y uno también a ellos».
—¿Recuerda a algún pequeño especialmente?
—Recuerdo con mucho amor a los niños ciegos, —dice entre lágrimas—; de ellos hay dos que fallecieron, Yosbany y Mayelín, de los cuales fui maestra durante muchos años. Ambos eran jurídicos.
«En 15 años han pasado unos cuantos niños por este centro. Por ejemplo, Karla Lucía, que está terminando el noveno grado en la secundaria básica José Martí. Ella estuvo con nosotros desde preescolar. Es una niña que participaba en festivales, actuaba, cantaba… una niña feliz. Pero padecía de una patología oftalmológica. Cuando cursaba el segundo grado, nos percatamos de que tenía menos visión.
«Entonces, la sometieron a tratamientos en La Habana y la operaron dos veces en el Instituto Cubano de Oftalmología Ramón Pando Ferrer.
uando Karla Lucía regresa de la segunda operación, no recuperó la visión. Estaba en quinto grado. Ella quiere estudiar en el preuniversitario para luego entrar a la universidad, y estoy segura de que lo va a lograr. Son alumnos que me han marcado. Esas cosas quedan para siempre en la memoria».
—Para ser maestra de enseñanza especial, ¿qué resulta imprescindible?
—Ante todo, mucho amor por la profesión y una alta sensibilidad. No se trata de mirar a los niños con lástima o disminuyéndolos, es encontrar lo que pueden hacer por ellos mismos; entregarlos a sus familias, a las escuelas que irán, a la sociedad en general, mejor de lo que eran o plenamente desarrollados.
—¿La profe Espe ha hecho lo suficiente como maestra?
—Yo hago todavía —aparecen las lágrimas nuevamente—, porque sí creo que falta por hacer. Soy jubilada reincorporada. Creo que podemos enseñar a los más jóvenes, transmitirles nuestras experiencias. Realmente uno siente ese compromiso con enseñar cada día.
«Hoy, la fuerza laboral predominante proviene de la formación de la Escuela Pedagógica. Necesitan alcanzar un mayor nivel profesional, humano, de responsabilidad, para que se desempeñen en un futuro cercano y sean ellos los que continúen la obra».
—¿Cuál es el mayor orgullo de Esperanza?
—Ser maestra. Disfruto lo que hago en la escuela, no me sobrecarga para nada. Siempre cumplo con satisfacción las tareas que me tocan, las que no, las impulso y las apoyo. Pero lo que más me gusta es ser maestra.