
Armando Carrazana Mirabal, integrante de la Asociación de Combatientes de la Revolución Cubana, arribó este 7 de abril a los 100 años, para sumarse a los abuelos centenarios de Villa Clara, la provincia más envejecida de Cuba.
Al visitar su vivienda, en la calle Conyedo de Santa Clara, lo encontré sentado en un sillón con la espalda cubierta por una manta térmica para aliviar su adolorida columna como consecuencia del paso de los años. Con temor a no tener respuesta a mis interrogantes, poco a poco comencé la charla.
Nacido en 1925 en Fomento, en una familia campesina, desde muy joven abrazó los ideales revolucionarios.

Con una retentiva envidiable, Armando evocó el momento en que decidió aportar a la causa y unirse al Ejército Rebelde, en aras de hacer realidad las ideas promulgadas por Fidel y los combatientes del Moncada.
Primeramente, participó en la clandestinidad en la recaudación de fondos para el Movimiento 26 de Julio. Más tarde se alzó en la Sierra Maestra, pues su vida peligraba en el llano ante la escalada de persecución de las hordas batistianas.
«En una ocasión llevé a Manzanillo 14 000 pesos. Se los entregué a Vilma Espín cuando ella era apenas una jovencita y subía a la Sierra. Lo que hacíamos era muy arriesgado, a sabiendas de que nos podía costar la vida. ¿Si conocí a Celia? Tuve el privilegio de hablar con ella varias veces en las montañas de Oriente».
Cuando indago por Fidel, a Armando se le ilumina el rostro, y recuerda uno de los encuentros con el Comandante en Jefe.
«A cada rato Fidel decía que la familia más numerosa que se había unido al Ejército Rebelde era la de los Pardo Guerra, y yo me atreví a decirle que había otra, también numerosa, de la cual yo formaba parte y no se había percatado, la Carrazana Mirabal.
«Conmigo se alzaron mis hermanos Amado, Arístides y Abilio, y más tarde, otros tres; mientras otro permaneció en la clandestinidad. También conocí al Che. Uno de mis hermanos era el encargado de hacerle el café, siempre amargo, como le gustaba.
«Cuando triunfó la Revolución nos trasladaron a Camagüey. Allí abordamos un camión para seguir los pasos de la Caravana de la Libertad. En La Habana pasé cursos de preparación militar y me quedé como patrullero en la capital. Después partí a Santiago de Cuba a combatir la contrarrevolución.
«En esa ocasión me caí con unos mulos cargados por un barranco en las montañas de la Sierra Maestra. Casi no hago el cuento, tuve múltiples fracturas en los brazos. También me hice una herida en la cabeza, pero sané y seguí en el Ejército».

—¿Y el matrimonio?
—Venía a cada rato a Santa Clara, a casa de un tío asentado en Malezas. Adalina vivía en la zona. Allí siempre celebraban guateques y fiestas campesinas. A mí me gustaba bailar y a ella también. Fue así como la encontré y nos comprometimos. Sus padres no estaban muy de acuerdo con el noviazgo, pues como yo me encontraba siempre de un lado para otro en distintas misiones, no me veían con buenos ojos. Cuando me mandaron para Florida, Camagüey, nos casamos y allá fuimos a vivir. Éramos muy unidos. ¿Mis hijos? Tuve cuatro varones y una hembra.
Armando recuerda el momento en que compartió sus conocimientos con campesinos de la zona que no sabían leer ni escribir.
En Camagüey trabajó en el Comité Militar en el reclutamiento de jóvenes para el Servicio Militar, hasta mudarse definitivamente a Santa Clara, donde vivía la familia de la esposa.
«Aquí trabajé en la construcción, en las primeras obras levantadas por la Revolución, en escuelas, hospitales y fábricas, hasta jubilarme en el sector», refiere.
Mucha historia guarda Armando en su memoria, que con el paso del tiempo se han convertido en testimonio vivo de una época de gran fogueo revolucionario en las décadas de los 60 y 70.
Una vez concluida la plática, Armando retira la manta térmica, se levanta del sillón, y con pasos firmes, sin la ayuda de un bastón, emprende el camino al comedor, donde le esperaba la mesa servida con el almuerzo.
Al despedirme de la familia, Adalina me hace un guiño y comenta bajito sobre las andanzas del viejo por la bodega, el barrio o en cualquier otra diligencia, pues como en los tiempos en que subía y bajaba de la Sierra Maestra, a los 100 años mantiene la coraza de guerrero.