La sensibilidad vestida de blanco

Hace siete años que Luis Enrique Rovira Rivero se presenta como el jefe de Terapia Intensiva del Hospital Pediátrico villaclareño José Luis Miranda, pero su permanencia en la sala data de casi dos décadas. 

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Vanguardia - Villa Clara - Cuba
(Foto: Carolina Vilches Monzón)
Lety Mary Alvarez Aguila
Lety Mary Alvarez Aguila
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02 Junio 2025

Un salón de cuidados intensivos asusta, arranca del corazón cualquier certeza en milésimas de segundos. Nadie está preparado. Hermético, frío, lleno de «aparatos», un aislamiento en cuatro paredes donde la vida parpadea incierta. Los cristales dividen la suerte en dos partes: desde una, resuenan suspiros de esperanza; en la otra, prevalece la lucha constante. Sin embargo, estas realidades se conectan a través de un tercer rol. El equipo de batas blancas no cree en el descanso. Toca luchar, desde lo más hondo del pecho, para que ambos extremos sean felices.

Hace siete años que Luis Enrique Rovira Rivero se presenta como el jefe de Terapia Intensiva del Hospital Pediátrico villaclareño José Luis Miranda, pero su permanencia en la sala data de casi dos décadas. Se dice fácil, pero dedicar tanto tiempo a salvar bríos y sonrisas deja grandes lecciones de humanidad.

—¿Por qué la pediatría?

—¿Un motivo especial? La voy a engañar. Cuando empecé a estudiar Medicina, incluso antes de tener contacto con ella, mi objetivo era la cirugía. Luego comencé en el área clínica y me di cuenta de que no me gustaba nada que fuese quirúrgico. Me inclinaba, entonces, por la medicina interna y la pediatría. Cuando pasé por este hospital, en cuarto año de la carrera, percibí esa pasión. Debe haber sido por los profesores que tuve. Eran muy exigentes, y eso me ayudó mucho en la disciplina, la formación, el estudio individual. Creo que finalmente eso fue lo que me motivó a decantarme por la Pediatría. Me hice Médico General Integral y siempre dije que sería pediatra. Después de eso afirmé que, dentro de la especialidad, lo que más llamaba mi atención eran los cuidados intensivos.

«El niño nunca te engaña —reconoce Rovira Rivero—, el adulto tal vez sí. He trabajado con adultos también y estos te pueden decir que les duele la cadera o la rodilla; no obstante, puede ser cierto o no. En cambio, el pequeño no miente. Tengo amistades que piensan que es complejo diagnosticar la gravedad de un niño. En realidad resulta muy fácil, lo indica el triángulo de observación. Ver el aspecto, la circulación y la respiración lo indican inmediatamente».

Lo más difícil

Para el Doctor Luis Enrique, cada misión viene llena de desafíos. En la terapia intensiva no reina la calma a diario; pero, por encima de todo, existe un motor más potente que los peligros o sospechas: el afán de entregarse por completo.

(Foto: Carolina Vilches Monzón)

«El momento más difícil es decirle a un padre o familiar “su hijo falleció” o, previamente a eso, informar que tiene un mal pronóstico. Claro, hemos salvado vidas también. Nosotros discutimos los casos entre todos y hay una comisión para los más complicados, integrada por profesores que, incluso, me impartieron clases. Nuestro índice de supervivencia está por encima del 90 %, aun cuando tratamos infantes con enfermedades malignas que llegan de diferentes provincias. Vienen pacientes de Cienfuegos, Sancti Spíritus, Ciego de Ávila, Camagüey. Hemos tenido, además, de Las Tunas, Matanzas, Guantánamo, Santiago de Cuba; es decir, una vasta experiencia.

«Tenemos un equipo multidisciplinario donde interviene un psicólogo. Le orientamos según los diagnósticos y la atención va dirigida a eso. Generalmente no dialogamos mucho con el paciente porque se halla en estado grave, crítico. El verdadero desafío lo trae la familia. Ellos esperan una noticia gratificante, y, en ocasiones, no se puede dar un parte del todo favorable. Depende de las características de cada niño. Si el paciente evoluciona mal, después nos pueden acusar de falsa información, pero sí ofrecemos detalles, apoyo y contamos experiencias positivas de casos anteriores con las mismas enfermedades.

«Aquí he pasado por varias etapas. Llevo 19 años, pero el personal a veces cambia luego de cierto tiempo. Se trata de un trabajo duro e intenso, pero siempre debe efectuarse una comunicación muy especial entre la parte médica y la enfermería. Todo el mundo habla del médico, pero el médico influye en un 10 % en la evolución del paciente, según estadísticas internacionales. El 90 % depende del enfermero, porque está al lado de la persona bajo cuidados, le administra el medicamento, lo vigila las 24 horas. Yo siempre pongo un poquito más: el vínculo va también hacia las auxiliares de limpieza, al que está en el ropero, al pantrista… La unión de todos esos factores garantiza el éxito del paciente crítico y el paciente grave».

Si bien Rovira Rivero responde al apelativo de «jefe», sabe que todo debe manejarse en colectivo. Le corresponde tomar la decisión final, pero se escuchan las opiniones del equipo y se asume aquella que se encuentre mejor fundamentada.

«Esto sucede igual con el personal de enfermería. Hay una jefa de enfermeras, muy bien preparada y actualizada, especialista en medicina intensiva. Ella acelera la formación del enfermero. Formar un enfermero intensivista no es fácil. No se logra en tres meses, pero con la constancia y la autopreparación de ellos se han sorteado obstáculos».

La huella de la docencia

Enseñar implica garantizar el relevo. Se producen cambios generacionales y así lo explica Luis Enrique Rovira Rivero, quien coloca un conjunto de saberes en manos de los más nuevos con el fin de preservar la calidad profesional en el cuidado de los pacientes pediátricos.

«Siempre recuerdo esta anécdota: paciente de la cama 3, hace cinco o seis años, una niña de cuatro meses, ojos azules y buen estado nutricional. La atendió una residente de Pediatría de segundo año. A las 10 de la mañana llegó la radióloga a realizar un ultrasonido y yo pregunté: “¿Por qué? No hemos pasado visita todavía”. La especialista contestó que la había llamado la residente. Todo resultó en una invaginación intestinal que la joven doctora había diagnosticado. Ahí nos asombramos. Hay que hacerle caso hasta a lo que dice un estudiante para que usted vea la retroalimentación y la modestia de todo el que trabaja ahí. No nos caracterizan el orgullo ni la autosuficiencia».

El Dr. Rovira Rivero también conversó con Vanguardia acerca del Diplomado en Terapia Intensiva que se terminó recientemente, donde se graduaron cinco especialistas en Pediatría y diplomantes en cuidados intensivos que se dirigen luego a esta área y a la terapia intermedia, la cual representa un complemento importante. Asimismo, comentó que se imparte docencia a estudiantes de cuarto año, algunos internos y residentes de Pediatría, Cirugía y Neonatología. Tal y como sucedió con él, muchos de ellos se enamoran y deciden quedarse.

Banderas de dignidad

«Hay una cualidad que caracteriza al médico cubano, ya sea en pediatría o cualquier otra rama. Me refiero a la sensibilidad humana. Trabajamos por el paciente y para el paciente, a pesar de las condiciones adversas. Le puedo decir con total sinceridad que, en la parte de terapia intensiva, no hemos tenido falta de recursos. Todo lo que se ha necesitado ha aparecido. Siempre ha existido una prioridad y los distintos canales (dirección del hospital, PAMI provincial…) nos apoyan.

Les suelo decir a los estudiantes y personas con menos canas que trabajan a mi alrededor que existe una gran diferencia entre el médico de nuestra sociedad y el de otras. Lo viví en Venezuela durante tres años y dos meses. El médico cubano participa con el paciente hasta el final. Resulta difícil estar en un hospital y que le digan: “Su seguro venció, acabó el dinero”, y lo lleven hacia la puerta en una camilla con el catete enrollado en el cuello y el tubo puesto. Y busque usted para dónde ir. Eso puede suceder. En el sistema capitalista la medicina es un comercio y el paciente un cliente que aporta dinero».

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