En la cultura, la Patria

Defendemos también nuestra Patria en cada paso de conga, en las parrandas y verbenas, en las tradiciones que no dejamos morir. Allí­ en nuestras comidas y bebidas, en los dulces de las abuelas y las flores sembradas en el jardí­n.

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Bandera cubana. Obra de Gregorio Jorge Duménigo del Castillo.
(Obra de Gregorio Jorge Duménigo del Castillo)
Francisnet Dí­az Rondón
Francisnet Dí­az Rondón
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20 Octubre 2021

Cuando el bayamés Perucho Figueredo escribió los primeros versos de lo que serí­a nuestro Himno Nacional, definió la esencia del supremo deber para con la Patria. Aquel 20 de octubre de 1868 en las gargantas de compatriotas blancos, mulatos y negros se escuchaba la melodí­a de una obra musical que encierra en sí­ el significado de ser cubano.

Sentir orgullo de pertenecer a esta isla del Caribe, va más allá del acto natural de nacer en ella. En esa identidad e idiosincrasia la cultura constituye ingrediente fundamental, que no se circunscribe solo a las manifestaciones artí­sticas, sino a cada sí­mbolo patrio, a nuestra historia, héroes y mártires, tradiciones, platos autóctonos, leyendas y personajes populares, la jerga, gesticulaciones, forma de caminar...

Ser cubano(a) también encierra el amor hacia la tierra sin importar el lugar donde nos encontremos, es defenderla a toda costa y en cualquier circunstancia. Es tenerla siempre presente como «ara, no pedestal ». A través de la cultura y sus cultores nos nutrimos y aprendemos, desde pequeños, cómo amar y debernos a Cuba.

Palpamos nuestra identidad en las obras de Martí­, Villaverde, Heredia, la Avellaneda, Milanés, Plácido o El Cucalambé; en las contradanzas de Cervantes y Saumel; en la letra y acordes del bolero Tristezas, de Pepe Sánchez; en la mulata, el negrito y el gallego del teatro bufo; en la creación trovadoresca de Sindo Garay, Corona, Villalón y Rosendo Ruiz.

Nos definimos cubanos en los ritmos del danzón, son, mambo y chachachá; en las voces de Benny, Miguelito Valdés, Barroso, Rita, Paulina y Cuní­; en la música de Matamoros, Piñero, Arsenio, Pérez Prado, Jorrí­n, Chapotí­n y Chano Pozo; en la rumba armada en el solar, en los toques de bembé que los negros esclavos y cimarrones no se dejaron arrancar.

Hallamos el espí­ritu de la cubaní­a en los versos de Byrne, en los cuales no dejó claro que en nuestra nación basta solo una bandera. ¡Una sola, la de las franjas azules y blancas, el triángulo rojo, la estrella solitaria! O en las palabras de  Eduardo Saborit: «Qué linda es Cuba, quien la defiende, la quiere más ».

Nos llenamos de orgullo con la poesí­a de Guillén, Dulce Marí­a, Carilda, Eliseo, Lezama, Fina, Ballagas y Regino Pedroso; con las novelas de Carpentier y la obra de Cintio; con las joyas teatrales de Virgilio, Estorino, Quintero y otros dramaturgos, y en las declamaciones criollí­simas de Luis Carbonell.

Nos identificamos con las creaciones pictóricas de Menocal, Collazo, Romañach y Lam;  con La Habana de Pogolotti, los gallos de Mariano, los guajiros de Abela, los vitrales de Amelia y la enigmática transparencia de Carlos Enrique y Cervando.

Defendemos también nuestra Patria en cada paso de conga, en las parrandas y verbenas, en las tradiciones que no dejamos morir. Allí­, en nuestras comidas y bebidas, en los dulces de las abuelas y las flores sembradas en el jardí­n.

Cuando cantamos el himno evocamos todo ese tesoro cultural que muchos estamos dispuestos a defender y salvar. Quien quiera desprenderse y renegar de todo ello, podrá ser cubano de nacimiento, pero jamás de espí­ritu y alma.

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