Murió en Santa Clara Alberto Anido Pacheco, un irrepetible artista que defendió con profunda mirada el hacer creativo en la pintura popular, la música, el teatro, la literatura y el periodismo impreso y radial.
Alberto Anido Pacheco, un versátil artista cubano, que dejó su huella en el panorama cultural villaclareño y del país. (Fotos: Ramón Barreras Valdés)
Luis Machado Ordetx
@MOrdetx
1885
01 Noviembre 2021
01 Noviembre 2021
hace 3 años
Sorprendido, ante una grieta profunda que se abrió de la noche a la mañana en el comedor de la casa familiar, Albertico Anido Pacheco no atinó a dar respuestas. Allí estaba un alijo de botellas vacías. Unas, con los vidrios rotos y otras, intactas. Tal vez procedían de aquellas viejas destilerías El Infierno, en Sagua la Grande, y Villaclara, en la finca Las Cañas existentes en siglos pasados. El hombre pasmado, ante la interrogante, no tuvo explicación para el hallazgo.
«Son misterios, como embrujos, para seguir sacando imaginerías y “bichos†en La Casa en silencio (1994), título de mi novela », confesó entonces el exhaustivo artista. Ahora evoco la historia, entre otras muchas surgidas en conversaciones ocasionales, cuando a los 83 años, cumplidos en mayo último, se apagó por siempre el polifacético intelectual villaclareño.
Hace horas, al amanecer del domingo, último día de octubre, dijo adiós, en afonía infinita, un prolífero integrador de las artes. Un hombre único e irrepetible que, en sencillez extrema, contaba de aquellos sitios que en su infancia recorrió junto a la familia y jamás volvió a verlos porque su universo se circunscribió a caminatas cortas por las cercanías del parque Vidal, en Santa Clara.
De Alberto habrá que hablar siempre a pesar de tomar el rumbo del Buen Viaje, nombre de una de sus calles predilectas en la ciudad. De precisa palabra, como en la melodía exterior de los fonemas, no pecó en opinar y escuchar con exactitud. Todavía lo recuerdo en aquel encuentro entre periodistas y escritores en el que, luego de punzantes inquisiciones, respondió de leguas y leguas transitadas en el contexto de las artes y las lecturas polisémicas relacionadas con sus facturas musicales o pictóricas.
Enumeró cantantes e instrumentistas que por años asumieron sus composiciones musicales. También acudió a los instantes luminosos del mundo del teatro, y la apreciación cinematográfica y los comentarios radiales, y hasta se quejó con humildad de cierta apatía institucional originada por la escasez de espacio para hacer periodismo impreso. Por supuesto, una que otra vez, la conversación volvió al trazado de la pintura, su proyecto más trascendente, de índole popular y de imaginería simbólica. Allí invocó los recuerdos permanentes de Samuel Feijóo, y de José Seoane Gallo y del Grupo Signos…
No faltó la mención de sus novelas La Casa en silencio (1994), Un mundo de sábados azules (2002) y El hilo del silencio (2008), y escrituras en mente, con inequívocas recurrencias al espacio que siempre habitó: la vivienda familiar. Era el sitio de predilección, tomado en «escudo » para encontrar un hallazgo «bajo la capa de polvo » que animaba una sagaz actuación de hombre armónico e irrepetible.
Un costado menos divulgado en toda hechura artística de Anido Pacheco está en su vínculo con la prensa impresa, cuando Vanguardia lo amparó una vez por semana, hacia mediados de los años 70 del pasado siglo, en comentarios y críticas sobre cine. ¡Que conste, jamás recibió remuneración monetaria! No hacía falta. Similar actitud lo llevó, más cercano en el tiempo, a CMHW, y emergió como observador puntual, con vistazo de promotor. Pensaba que el «exceso se suda de dorado placer », como dijo César Vallejo, el poeta.
Un pensamiento humanista, arropado de extrema sencillez, dejó siempre Anido Pacheco. Fue como de «Voces Antiguas », según añadió Feijóo en la Libreta de pasajero (1948-1956): «Atendiendo a esa lectura antigua que entiende la vida de cada hombre como una conquista única, a la que se llegó con el goce o el dolor, o la ausencia, del quehacer, por un callado conocimiento de la anticipación en la antigí¼edad ».
Era el embrujo por lo primitivo «moderno », como el hechizo, y el desbroce de caminos sin importar que florecieran zancadillas, olvidos y hasta incomprensiones. Siempre procedió así. De un asombro en otro para buscar perfecciones. No le importó, como en aquel misterio de confusiones de vidrios unos, intactos en sus diversas formas y otros, rotos por el paso del tiempo, que proliferaran retos. Sabía encontrar el punto exacto de las ideas y los hechos.
De esa forma inalterable procedió Albertico en su convicción estética, con cuartilla y cartulina en blanco, para pautar los contornos de la realidad inmediata y llegar gustoso a un color legítimo de arcano en esencias diarias. El Buen Viaje también lo acoge en su eternidad como artista irrepetible y evocador por siempre.