Entre andamios inmensos, manos expertas van devolviendo magia y colores al teatro santaclareño La Caridad, inaugurado el 8 de septiembre de 1885 y hasta la actualidad el principal escenario de la cultura en Villa Clara.
Interior de teatro La Caridad, de Santa Clara. (Foto: Tomada de la ACN)
Carolina Vilches Monzón
1910
19 Octubre 2022
19 Octubre 2022
hace 2 años
No recuerdo qué edad tenía, pero debo haber sido muy pequeña cuando mi papá me llevó por primera vez al teatro La Caridad, de Santa Clara. Sentada en sus piernas, en medio de la platea, con la cabeza volteada hacia arriba, me explicó una a una todas las imágenes que aparecían en el techo. Fue de su mano que comencé a explorarlo, que supe lo que era la sinfónica, el ballet, el teatro.
Después, durante la adolescencia, lo conocí más de cerca cuando estudié Artes Plásticas en la academia Romañach (donde hoy radica el centro gastronómico Santa Rosalía), que se comunicaba por el fondo con el coliseo. En los ratos libres escapábamos en pandilla y nos colábamos por la pequeña puerta que unía los dos edificios, fantaseábamos en el escenario, explorábamos el foso y trepábamos por las escaleras hasta el gallinero. Y era allí, en el cuarto piso, donde permanecía embelesada mirando, de muy cerquita, las enormes pinturas y reviviendo las historias de mi padre.
Ya en el preuniversitario, el teatro volvió a mí nuevamente, cuando me involucré en los festivales de la FEEM (Federación de Estudiantes de la Enseñanza Media) y empecé a recorrerlo con más conocimiento, más clara de lo que significaría para mí toda la vida. Como toda mi generación del «Osvaldo Herrera », acudí a ver los estrenos de Los novios, Molinos de viento y otras obras del Grupo Teatro Escambray, mientras suspiraba por el muy jovencito actor Fernando Echevarría.
Fue espacio de deleite, de entretenimiento; lugar preferido al que iba enamorada con mi pareja, hace ya muchos años, a ver la danza contemporánea, y le explicaba las pinturas del techo con la cabeza volteada hacia arriba. Luego me abrió puertas a esa misma danza cuando comencé a fotografiarla desde sus ligeras escalerillas.
Hoy volví a entrar, como cuando niña, por la puerta trasera, exploré el foso, caminé por el escenario y trepé por las escaleras hasta el gallinero. Allí, sobre una tarima de madera confeccionada para facilitar el trabajo a los restauradores, me detuve a mirar de muy cerquita, con la cabeza doblada hacia arriba, las pinturas de Camilo Salaya del Toro en el techo. «Si mi padre vivera... », pensé. Y lo soñé a mi lado mientras fotografiaba una a una las escenas. Tan cerca de Desdémona que casi podía sentir el olor de la sangre y el horror en el rostro de Otelo. Cerca, muy cerca del genio, la fama y la historia (las tres mujeres que ocupan la gran ilustración central). Muy, muy cerca de los ángeles.
Los andamios son hoy el escenarios de quienes restauran el interior del teatro, mientras que otros laboran en los detalles de las áreas exteriores. (Fotos: Carolina Vilches Monzón)
El teatro de mi ciudad está cerrado ahora, pero renacerá, porque un grupo de profesionales trabaja duro para que vuelva a ser aquel que se abrió a Santa Clara el 8 de septiembre de 1885 y que me ha acompañado toda mi vida.