Se la pusimos muy difícil, esa es la verdad. Todos queríamos saber rectifico, varias madres del aula NECESITABAN saber quién era la mujer de cabello corto, que no llevaba aretes «de pellizco » ni alguno de los bolsos floreados de moda en los 90, que desde algún tiempo atrás la dejaba en la escuela todas las mañanas. «Mi tía del campo », soltó, como quien escupe un bicho intruso, de esos que se abalanzan dentro de la boca en un momento de descuido. «Eso es cuento. A mi abuela le dijeron que vive en su casa y es el “compromiso†de la mamá », me susurró Laritza, bien cerca del oído. Compromiso… ni idea.
Han pasado 27 años desde aquel día, y todavía nos recuerdo perfectamente: sentadas en círculo, en el centro del patio de la escuela, mientras algunas de las niñas presumían de conocer la «verdad verdadera » tras la tía de estreno; otras, disimulábamos el azoro típico de quien descubre que la vida no es una línea recta, y ella, la diana de todas las miradas, clavó los ojos en el suelo y devoró la merienda, sin masticarla casi, para apresurar aquel momento de lapidación y volver a su asiento dentro del aula, su trinchera de silencio.
Siete años después, la mujer aún lucía su corte masculino de cabello, continuaba sin usar aretes, y declaraba la fiesta de 15 que le celebró a su «hija » como uno de los días más felices de su existencia. Solo el garrotazo de un infarto masivo la pudo separar de la familia que crió y quiso con devoción infinita. Hoy, una «nieta » lleva su nombre.
Esquilada de adentro hacia afuera, vomitando reproches un día sí y otro también, y mortificada por su «estupidez de perdonar lo imperdonable », abrió los brazos para recibir sin papeles, firmas ni apellidos que pudieran certificar una maternidad autoimpuesta que cuestionaría hasta un santo al niño que no deseaban ni mamá ni papá.
El pequeño «vagabundo », reconocido ante el notario solo por conciencia, vino al mundo y fue el tiro de gracia de una relación extramatrimonial que tenía sangrando a una mujer demasiado buena como para que se le secara el corazón. Con 51 años cumplidos y un nieto por nacer, no se permitió a sí misma que la dignidad la ahogara: en cuanto supo que aquella criatura de poco más de tres meses vivía casi sin atenciones, se presentó en la puerta de la mujer que lo parió porque una madre no era, y le exigió que se lo entregara para cuidarlo, al menos, hasta que estuviera grandecito. No recibió oposición alguna.
Hubo quien creyó que lo hizo por mera caridad, o como estrategia para que el esposo adúltero recogiera las alas e hiciera nido a sus pies. No le dio explicaciones a nadie, ni siquiera a sus hijas adultas; a las mujeres con bebés no les sobra el tiempo, menos aún, para debatir sobre conflictos ya resueltos en su conciencia. ¡Allá ellos, los resentidos!
No se atrevió a indagar sobre la posibilidad de hacerlo legalmente su hijo, aunque lo deseaba pecho adentro, porque cambiarle el segundo apellido implicaba someterse a un proceso que la obligaría a mirarle la cara al pasado. De todas formas, nadie podría cuestionar la legitimidad de aquel vínculo impensable que los unió por el resto de la vida, cuando su compasión fue el primer hogar de un niño a la deriva.
Que los años no perdonan. Que las fuerzas faltan; que si desvarío irresponsable o deseo peligroso. Después de «cierta edad », dicen, los proyectos de vida deben apaciguar su intensidad.
El de la «dulce espera » es un tiempo tiránicamente establecido por la sociedad y la cultura de lo bonito y correcto, no por los futuros padres y madres. Jóvenes han de ser, para que al lavar pañales no duelan los nudillos, y las malas noches los abatan menos. Jóvenes, para evitarles a los niños el «trauma » de que les pregunten en la escuela si esos que los llevan cada día y los abrazan antes de entrar son sus abuelos y, de paso, «librarlos » de la temible responsabilidad de cuidar, quizás antes de lo previsto, a los seres que más los aman.
Va muy mal por el mundo el que, con palabras y pensamientos duros, menosprecie los sueños de otros; incluso, los que puedan parecernos una utopía, de tan chiflados e improbables. ¿Y acaso crear una familia, en cualquier etapa de la existencia, no implica de por sí tanto deseo como riesgo? La reacción prejuiciosa ante lo no convencional supera la creencia de que solo lo padecen las mujeres y hombres homosexuales que intentan ser madres o padres. Según parece, tampoco deberían atreverse quienes, por sus años, en vez de en esperanzas tendrían que estar pensando en renuncias. Ser realistas le llaman.
¿Improbable? La panza, inflada como vela al viento, da fe del milagro que cobija. Con tanto que disfrutar y por lo que luchar, mamá y papá sienten que podrían vivir un siglo más.