Simplemente, amor

No hay afectos mejores o peores, ni más o menos aceptables. Existe, por fortuna. Nos mueve y conmueve, simplemente, por lo que es: amor.

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Liena María Nieves
Liena Marí­a Nieves
1902
14 Febrero 2022

Se la pusimos muy difí­cil, esa es la verdad. Todos querí­amos saber rectifico, varias madres del aula NECESITABAN saber quién era la mujer de cabello corto, que no llevaba aretes «de pellizco » ni alguno de los bolsos floreados de moda en los 90, que desde algún tiempo atrás la dejaba en la escuela todas las mañanas. «Mi tí­a del campo », soltó, como quien escupe un bicho intruso, de esos que se abalanzan   dentro de la boca en un momento de descuido. «Eso es cuento. A mi abuela le dijeron que vive en su casa y es el “compromiso” de la mamá », me susurró Laritza, bien cerca del oí­do. Compromiso… ni idea.

Han pasado 27 años desde aquel dí­a, y todaví­a nos recuerdo perfectamente: sentadas en cí­rculo, en el centro del patio de la escuela, mientras algunas de las niñas presumí­an de conocer la «verdad verdadera » tras la tí­a de estreno; otras, disimulábamos el azoro tí­pico de quien descubre que la vida no es una lí­nea recta, y ella, la diana de todas las miradas, clavó los ojos en el suelo y devoró la merienda, sin masticarla casi, para apresurar aquel momento de lapidación y volver a su asiento dentro del aula, su trinchera de silencio.

(Ilustración: Alfredo Martirena)
(Ilustración: Alfredo Martirena)

Siete años después, la mujer aún lucí­a su corte masculino de cabello, continuaba sin usar aretes, y declaraba la fiesta de 15 que le celebró a su «hija » como uno de los dí­as más felices de su existencia. Solo el garrotazo de un infarto masivo la pudo separar de la familia que crió y quiso con devoción infinita. Hoy, una «nieta » lleva su nombre.

No hay vergí¼enza posible en el amor.

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Esquilada de adentro hacia afuera, vomitando reproches un dí­a sí­ y otro también, y mortificada por su «estupidez de perdonar lo imperdonable », abrió los brazos para recibir  sin papeles, firmas ni apellidos que pudieran certificar una maternidad autoimpuesta que cuestionarí­a hasta un santo al niño que no deseaban ni mamá ni papá.

El pequeño «vagabundo », reconocido ante el notario solo por conciencia, vino al mundo y fue el tiro de gracia de una relación extramatrimonial que tení­a sangrando a una mujer demasiado buena como para que se le secara el corazón. Con 51 años cumplidos y un nieto por nacer, no se permitió a sí­ misma que la dignidad la ahogara: en cuanto supo que aquella criatura de poco más de tres meses viví­a casi sin atenciones, se presentó en la puerta de la mujer que lo parió porque una madre no era, y le exigió que se lo entregara para cuidarlo, al menos, hasta que estuviera grandecito. No recibió oposición alguna.

Hubo quien creyó que lo hizo por mera caridad, o como estrategia para que el esposo adúltero recogiera las alas e hiciera nido a sus pies. No le dio explicaciones a nadie, ni siquiera a sus hijas adultas; a las mujeres con bebés no les sobra el tiempo, menos aún, para debatir sobre conflictos ya resueltos en su conciencia. ¡Allá ellos, los resentidos!

No se atrevió a indagar sobre la posibilidad de hacerlo legalmente su hijo, aunque lo deseaba pecho adentro, porque cambiarle el segundo apellido implicaba someterse a un proceso que la obligarí­a a mirarle la cara al pasado. De todas formas, nadie podrí­a cuestionar la legitimidad de aquel ví­nculo impensable que los unió por el resto de la vida, cuando su compasión fue el primer hogar de un niño a la deriva.

¡Allá ellos, los de poca fe!

No hay vergí¼enza posible en el amor.

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Que los años no perdonan. Que las fuerzas faltan; que si desvarí­o irresponsable o deseo peligroso. Después de «cierta edad », dicen, los proyectos de vida deben apaciguar su intensidad.

El de la «dulce espera » es un tiempo tiránicamente establecido por la sociedad y la cultura de lo bonito y correcto, no por los futuros padres y madres. Jóvenes han de ser, para que al lavar pañales no duelan los nudillos, y las malas noches los abatan menos. Jóvenes, para evitarles a los niños el «trauma » de que les pregunten en la escuela si esos que los llevan cada dí­a y los abrazan antes de entrar son sus abuelos y, de paso, «librarlos » de la temible responsabilidad   de cuidar, quizás antes de lo previsto, a los seres que más los aman.

Va muy mal por el mundo el que, con palabras y pensamientos duros, menosprecie los sueños de otros; incluso, los que puedan parecernos una utopí­a, de tan chiflados e improbables. ¿Y acaso crear una familia, en cualquier etapa de la existencia, no implica de por sí­ tanto deseo como riesgo? La reacción prejuiciosa ante lo no convencional supera la creencia de que solo lo padecen las mujeres y hombres homosexuales que intentan ser madres o padres. Según parece, tampoco deberí­an atreverse quienes, por sus años, en vez de en esperanzas tendrí­an que estar pensando en renuncias. Ser realistas le llaman.

¿Improbable? La panza, inflada como vela al viento, da fe del milagro que cobija. Con tanto que disfrutar y por lo que luchar, mamá y papá sienten que podrí­an vivir un siglo más.

¡No hay vergí¼enza posible en el amor!

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