Amores míos, ¡cuánta dicha me produce abrazarlos y llenarme de ustedes! ¡Cuánta bravura inspiran, cuánto empuje! Por ustedes, soy y seré estoica y magnánima, por ustedes, un mundo vibra y se empina.
Y que el mañana espere, que las tareas tortuosas se acumulen; que sobren la atención, el juego, el afecto, el abrazo, la complicidad; inestimables sus sonrisas y besos, sus deseos, anhelos, de extrema prioridad.
Niños míos, que el presente los empodere y el futuro se intuya excesivamente feliz. Retocen, dibujen, construyan a sus pies un hogar caliente y seguro, un refugio de paz e inocencia para que fluyan la maravilla y el sueño, la magia; mis niños sublimes.
Que sus enigmas luminosos sean siempre mi mejor demostración de talento, que su ebriedad de vivir nos contagie y vicie. Que su ingenuo canto me eleve y la esperanza de acompañarlos en cada aventura me forje poderosísima.
Niños míos, los construyo fuerte, corazón, coraza; de trinchera férrea y venturosa; para que las ideas buenas florezcan en su corazón y sus ilusiones no mengüen cuando las piernas se alarguen.
Encantadora, profunda y bendecida es la existencia a su lado; afortunados y poderosos quienes compartimos la dicha de un niño levantisco y pujante. Gracias a la vida por obsequiarnos su amor, por permitirnos enseñarles y aprender.
A su altura batallo mejor cada guerra y vislumbro colores perdidos; su sapiencia de pasos pequeños rige y cosecha. Mientras, una cita del escritor italiano Fabrizio Caramagna se materializa: «Hay días en que, salida de la nada, mi infancia se sube rápido sobre los hombros, me aprieta los cabellos entrecanos entre las manitos y sonriendo me dice: “No ha cambiado nada. Tú y yo no nos dejaremos nunca”». A los niños, míos, tuyos, nuestros, siempre: raíces y alas.